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contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo
frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu
cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la
necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un
reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el
anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo
roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es
una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás
relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj”.
No se trata de postular una humanidad sin propiedades, ni de oponer, sin más, la propiedad
colectiva de todos los relojes, todos los amores, todas las tierras, todos los mares. El problema
aparece, en el infierno florido -encadenados a las rosas y en calabozos de aire-, cuando la vida
se consume gozada por los relojes. El problema es el cautiverio presentado como libertad. El sí
mismo es una fragilidad cubierta, una precariedad negada, un cuerpo que desconoce su
necesidad, un deseo del que cuelgan demasiados objetos, una conciencia saturada de moral.
El problema es el sí mismo que se vive participio pasado, forma adjetivada (regalado,
producido, disciplinado, manejado) del poder que lo goza.
Religión: conformidad.
Las religiones rodean la angustia de inmensidad metafísica, la reducen a un padecimiento
purificador y necesario para acceder al paraíso, la transforman en temor o la apaciguan con
salmos invencibles y bondadosos.
Marx advirtió que las religiones funcionaban como teorías generales del mundo, como resúmenes
enciclopédicos, como bálsamos espirituales, como canciones morales, como voces de consuelo
para el pueblo y que sus creencias fantásticas abrigaban en la intemperie, a la vez que adormecían
la protesta necesaria y debilitaban las acciones urgentes de los revolucionarios. Marx pensaba que
oponerse a la religión era luchar contra el licor imaginario que embriagaba a los desvalidos,
creía necesaria su abolición, como felicidad ilusoria, para conquistar la felicidad real, infería que
las almas desgarradas, que no tenían acceso al jugo de amapolas, optaban por abrazarse a
creencias mágicas. El poder de ese analgésico, de esa sustancia hipnótica, de ese fluido
relajante (que alejaba preocupaciones, evitaba tristezas al yo desamparado o posibilitaba cierta
autocomplacencia perdida) era sustituido por una promesa de protección celestial. La fórmula
que decía que la religión es el opio del pueblo, advertía sobre la extraordinaria función de ese
remedio para los pobres.
Así lo escribió en 1844 en un texto que se llama Crítica de la filosofía del derecho de Hegel: “La
miseria religiosa es a la vez expresión de la miseria real y protesta contra esa misma miseria. La
religión es el suspiro de la criatura agobiada, el alma de un mundo sin corazón, así como el espíritu
de una existencia sin espíritu. Es el opio del pueblo. La abolición de la religión como felicidad
ilusoria del pueblo es una exigencia para su felicidad real. Exigir que el pueblo renuncie a las
ilusiones sobre su condición, es exigir su condición en la cual necesita ilusiones. Por lo tanto, la
crítica de la religión es virtualmente la crítica del valle de lágrimas cuya aureola es la religión. La
crítica deshojó las flores imaginarias que adornan nuestras cadenas, no para que el hombre lleve