angustia: afección anticapitalista
“El que desea y no obra engendra pestilencias”
William Blake
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Angustia: potencial emancipador.
Mientras la palabra angustia se emplea para expresar diferentes sentimientos desdichados, el
término capitalismo es reemplazado por otros que esconden las relaciones sociales de
explotación y desigualdad. Se confunde angustia con ansiedad, tristeza, frustración, nostalgia,
temor, consternación y se opta por calificar como sociedad, mercado, sistema, realidad, mundo,
a lo que debería llamarse capitalismo.
La angustia, elegida como representante de todas las pesadumbres, pierde su potencial
emancipador y las figuras que evitan nombrar al capitalismo, ocultan la injusticia histórica del
presente desgraciado.
Amor: (1) conjuro contra la angustia, (2) deseo de lo imposible, (3) sin angustia, mueca
congelada de una posesión sin vida.
-Narciso, ¿cómo era la existencia antes de la experiencia de la angustia, antes de desear lo
inalcanzable, antes de morir de amor?
-Un continuo sin memoria, olvido.
Freud retoma teorías que piensan al amor como conjuro contra la angustia. Sugiere que
amamos a otro al que le suponemos eso que nos gustaría tener o a alguien que sentimos que
nos ama tal como ilusionamos ser. El amor se presenta como un ideal protector, una habilidad
imaginaria, un rodeo sutil, a través de otro, para recuperar la ansiada seguridad perdida.
Escribe Cesare Pavese en su diario, el 25 de marzo de 1950: “No nos matamos por amor a una
mujer. Nos matamos porque un amor, cualquier amor, nos revela en nuestra desnudez,
miseria, nada”. Pavese piensa que el suicidio por amor es un acto desesperado de los que no
soportan vivir la soledad, sin ropajes.
El amor freudiano es locura posesiva.
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Aunque el otro no se puede aferrar, el ansia de tenerlo
aprisionado y descifrado es una obsesión de la civilización amorosa. El enunciado que dice: el
otro es inapropiable es una premisa ética, pero también es una condición del deseo y del
erotismo. Se ama lo inaferrable aunque el amor delire en los abrazos.
El amor anhela la imposible posesión del otro. Los amantes demandan seguridad: la presencia
del amado para siempre. Cuando el amante declara que le urge suprimir esa distancia que le
duele, olvida que esa posesión, que se le rehúsa, es la condición misma de su furor. El amor se
enciende más y más con la evidencia de lo inalcanzable. Se acaricia una ausencia no porque el
otro no está, sino porque sólo la suavidad sabe rozar lo que huye.
Matar a quien se ama: posesión amorosa perfecta.
El único modo de tener dominio absoluto sobre el otro es darle muerte. Un poema de Oscar
Wilde, Balada de la Cárcel de Reading, relata la historia de un condenado que asesinó en la
cama a la mujer que amaba. Escribe, en prisión, mientras piensa en el hombre que va a ser
colgado al amanecer: “Y todos los hombres matan lo que aman, / que lo oiga todo el mundo, /
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El apoderamiento como sugiere Deleuze es el grado más bajo de la potencia, mientras el deseo es la potencia misma:
el obrar en el mundo algo que no estaba en el mundo, pero no porque faltaba o se perdió sino porque nunca había
acontecido.
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unos lo hacen con una mirada amarga, / otros con palabras dulces; / el cobarde con un beso, /
¡el valiente con una espada!”.
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Agrega que matan su amor los jóvenes y los viejos, algunos lo ahogan con sus manos y otros
(quizá más piadosos) emplean el cuchillo, están los que aman poco y los que aman demasiado,
los que dan muerte llorando y los que no expresan nada; y, concluye, todos los hombres matan
lo que aman. La posesión amorosa (siendo el amor una dicha inmensa) provoca reacciones de
odio
Complicidades anticapitalistas: el amor, la amistad, la comunidad, cuando escapan de la
locura de los propietarios.
Merleau Ponty advierte esta ambigüedad del amor, observa que cuando el narrador de En
busca del tiempo perdido, de Proust, se pregunta si ama de verdad a Albertine, no puede
decidirse: como siente que la desea cuando ella se aleja, infiere que no la ama, pero cuando
ella muere, ante la evidencia de esa lejanía sin retorno, se da cuenta de que la necesita y
confirma que la ama. Merleau Ponty se pregunta “si Albertine le fuera devuelta, ¿la seguiría
amando?”. Nunca sabremos, dice, si el relator quiere a Albertine o ama la posibilidad de
perderla, si ama a esa mujer o enloquece celoso cuando siente que la muerte se la arrebata.
El amor, que suele segregar una tela tenue e invisible, puede ser también hueco en el que dos
soledades, que se saben irremediablemente solas, se aproximan sin esperar completar nada.
El amor es felicidad, pero desembarazado de la experiencia de la angustia, es mueca
congelada de una posesión sin vida.
El amor, la amistad, la comunidad, cuando escapan de la locura de los propietarios, componen
complicidades anticapitalistas.
Límite: (1) línea siempre desmarcada, (2) umbral de lo inapresable.
Somos la experiencia del límite: una vivencia sin alas para volar, ni branquias para respirar bajo
el agua, ni conciencia capaz de comprender el universo, ni eternidad para entrar en el tiempo.
En ese límite, nos asomamos a la nada, nos inclinamos hacia un dentro de sí de sensaciones y
memorias y hacia un fuera de de locuras y amores: el dentro de es un coleccionista avaro
y el fuera de es una criatura amistosa y colectiva, el dentro de tiende a la posesión y el
fuera de a la desposesión. En el umbral amoroso, se ansía la conquista y se desea lo
inapresable.
Angustia: afección del límite, de la línea siempre desmarcada, no del camino de la experiencia
ni del hilo de un relato, afección que pide un cuerpo y que llama a la palabra.
Melancolía: mujer con alas.
Melancolía es desenfreno de una posesión enloquecida. Una fórmula freudiana la describe
como movimiento en el que “la sombra del objeto cae sobre el yo”. Para Freud, es una protesta
desaforada ante lo que se vive como un injusto despojo. Melancolía es una revuelta contra la
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“And all men kill the thing they love, / By all let this be heard, / Some do it with a bitter look, / Some with a flattering
word. / The coward does it with a kiss, / The brave man with a sword!”.
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muerte, la enfermedad, la vejez y el imposible control de un semejante. La sombra del objeto
que cae sobre el yo es el oscuro retorno, sobre la primera persona del singular, de la propia
ilusión proyectada. La vuelta sobre sí de un poderío marchito.
El amor freudiano es una transacción: adquirimos, a través de otro, una garantía emocional, un
valor de nosotros mismos. Importa que el elegido no contradiga el engaño o que simule ser lo
que necesitamos. Cuando se ama, no se sabe qué hacer con ese amor, se dice: te quiero
tener, sos mía, no me dejes nunca, vamos a estar así toda la vida. A la pasión le cuesta
imaginar una declaración no posesiva.
Melancolía es tiranía del amor: no quiere admitir que la persona amada no es una marioneta
obligada a darnos felicidad. Melancolía es persistencia de esa ilusión caída, se resiste a un
nuevo amor porque no quiere enfrentar otro desastre.
Melancolía sufre más por perder su reinado que por la pérdida del otro. Una cosa es estar triste
por el amor que se ha ido y otra es negarse a aceptar que la vida del que se fue nunca estuvo
gobernada por el propio poder. El enamorado identifica amor con compulsión de dominio: tener
poder sobre el otro o que el otro tenga poder sobre mí, son opciones de la pasión en tiempos
del capitalismo.
Se sale de la melancolía a través de un duelo, pero duelo no quiere decir tristeza razonada o
despedida dolorida por el amor perdido, duelo significa omnipotencia resignada.
El hombre dice que fue abandonado por la mujer que amaba, deduce que ese hecho nefasto
arruinó su vida, que -en ese momento- sintió que no podía seguir viviendo sin esa mujer, ahora
cruel y maliciosa. Sin embargo, no vive el acontecimiento de la angustia, se rehúsa a esa
afección, se aferra a su locura de dominio, se siente estafado, traicionado, descalificado.
La angustia, si aconteciera, sería otra cosa: el partir de su omnipotencia, el desprenderse o
soltarse de su obstinado anhelo de mandar sobre la vida de otro. Sufre, pero sufre porque se
siente frustrado y desilusionado de sí.
Muerto, Narciso, se transforma en belleza herbácea, flor que pertenece al tiempo.
La posesión sin límites es la secreta aspiración de la melancolía freudiana. Los cuerpos
angustiados de nuestra cultura aprenden a calmarse (de eso que no saben) teniendo algo:
juguetes, personas, dinero, objetos, bienes, talento, prestigio.
El apoderamiento es casi el único remedio ofrecido al amor que, asustado, no imagina otras
formas de felicidad. El capitalismo fabrica vidas poseídas. Los poseídos, sin embargo, no se
sienten infectados por ese poder, sino sujetos libres. A los innumerables pobres y excluidos,
restos sociales que casi no cuentan, se los llama desposeídos.
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Melancolía es certeza empecinada: cree haberse adueñado de lo que nunca ha tenido. La
melancolía querella a un fantasma, confunde la muerte inevitable con la traición.
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Angustia, infinitivo de la vida humana: es silencio y soledad. No hay deseo sin la invención de
ese vacío. El deseo no busca la posesión, sino el buscar. El deseo vive como neutro
impersonal sin compromisos con una meta anticipada. El deseo tampoco se posee, se da o se
aloja, provisorio, en su paso hacia lo otro. El deseo conjuga inconformidad.
Inconformidad: (1) visión infinita de lo posible. Conformismo: horrorosa masacre de lo
entrevisto en esa visión.
La melancolía, sin embargo, dice otras cosas. Las referencias abundan: Aristóteles o, entre los
medievales, Marsiglio Ficino o Timothy Bright o, entre los modernos, el spleen de Baudelaire o,
más cercanos, Julia Kristeva y Giorgio Agamben. Tomo sólo un caso: la melancolía como
potencia de inconformidad no posesiva está insinuada en un grabado de Durero (1514),
Melancolía: una mujer con alas sentada en un banco de piedra lleva un amplio vestido, de su
cintura cuelgan unas llaves y. al parecer, una bolsa con sus riquezas, la acompañan un angelito
triste y un perro flaco dormido a sus pies. Un sol negro ilumina el cielo (atravesado por la luz de
un cometa) rodeado del círculo de Saturno. La cara apoyada sobre el puño izquierdo y con la
mano derecha sostiene un compás que descansa sobre un libro cerrado. Sus enormes ojos
abiertos están fijos en la nada. La rodean objetos desordenados: una balanza, un reloj de
arena, una campana, una pieza que sirve para limpiar y descargar el vientre, un cuadro con
números mágicos, una escalera apoyada en un muro. En el suelo, herramientas de carpintería
(cepillo, sierra, clavos), instrumentos de geometría (esfera, escuadra, regla), útiles de escritura
(un tintero y una pluma). Melancolía absorta, entregada a la contemplación o a la meditación,
no dedicada a un trabajo sino a la completa inactividad. Michel Tournier encuentra un apunte
en los Cuadernos de Paul Valéry sobre esta figura. Dice que ante la pregunta sobre ¿en qué
piensa Melancolía?, Valery responde: “Lo que abruma de tristeza al ángel coronado es la
horrorosa masacre de todos los posibles que el curso de la vida exige”. Valéry piensa la
melancolía como lucidez: serena recepción humana ante la omnipotencia rendida de dios. Todo
lo que fue, lo que es y lo que será, hace un conjunto de formas ínfimas. La súbita visión borrosa
de lo que no fue, no es y nunca será, nos enmudece.
Bracito narcisista: reloj prendido a la muñeca.
Un texto de Julio Cortázar que se llama “Instrucciones para dar cuerda al reloj”, narra la pasión
del coleccionista, los flujos del narcisismo amarrado a la muñeca.
El escrito dice así: “Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno
florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los
cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de
rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás
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En este punto, como casi siempre Kafka sale de curso. Escribe en una de sus últimas cartas a Milena: “Tus cartas
más hermosas son aquellas en las que das razón a mis ‘angustias’ al mismo tiempo que tratas de explicarme que no
debo sentirla. Pero yo también, aunque a veces parezca defender ‘mi angustia’ sólo por interés, en lo más hondo de mi
ser es probable que le la razón; si, a ella debo mi consistencia, estoy hecho de ella y tal vez sea lo mejor que
poseo”.
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contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo
frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu
cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la
necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un
reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el
anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo
roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es
una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás
relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj”.
No se trata de postular una humanidad sin propiedades, ni de oponer, sin más, la propiedad
colectiva de todos los relojes, todos los amores, todas las tierras, todos los mares. El problema
aparece, en el infierno florido -encadenados a las rosas y en calabozos de aire-, cuando la vida
se consume gozada por los relojes. El problema es el cautiverio presentado como libertad. El sí
mismo es una fragilidad cubierta, una precariedad negada, un cuerpo que desconoce su
necesidad, un deseo del que cuelgan demasiados objetos, una conciencia saturada de moral.
El problema es el mismo que se vive participio pasado, forma adjetivada (regalado,
producido, disciplinado, manejado) del poder que lo goza.
Religión: conformidad.
Las religiones rodean la angustia de inmensidad metafísica, la reducen a un padecimiento
purificador y necesario para acceder al paraíso, la transforman en temor o la apaciguan con
salmos invencibles y bondadosos.
Marx advirtió que las religiones funcionaban como teoas generales del mundo, como resúmenes
enciclopédicos, como bálsamos espirituales, como canciones morales, como voces de consuelo
para el pueblo y que sus creencias fantásticas abrigaban en la intemperie, a la vez que adormean
la protesta necesaria y debilitaban las acciones urgentes de los revolucionarios. Marx pensaba que
oponerse a la religión era luchar contra el licor imaginario que embriagaba a los desvalidos,
creía necesaria su abolición, como felicidad ilusoria, para conquistar la felicidad real, infería que
las almas desgarradas, que no tenían acceso al jugo de amapolas, optaban por abrazarse a
creencias mágicas. El poder de ese analgésico, de esa sustancia hipnótica, de ese fluido
relajante (que alejaba preocupaciones, evitaba tristezas al yo desamparado o posibilitaba cierta
autocomplacencia perdida) era sustituido por una promesa de protección celestial. La fórmula
que decía que la religión es el opio del pueblo, advertía sobre la extraordinaria función de ese
remedio para los pobres.
Así lo escribió en 1844 en un texto que se llama Ctica de la filosofía del derecho de Hegel: “La
miseria religiosa es a la vez expresión de la miseria real y protesta contra esa misma miseria. La
relign es el suspiro de la criatura agobiada, el alma de un mundo sin corazón, a como el espíritu
de una existencia sin esritu. Es el opio del pueblo. La abolición de la religión como felicidad
ilusoria del pueblo es una exigencia para su felicidad real. Exigir que el pueblo renuncie a las
ilusiones sobre su condición, es exigir su condición en la cual necesita ilusiones. Por lo tanto, la
crítica de la religión es virtualmente la crítica del valle de lágrimas cuya aureola es la relign. La
crítica deshojó las flores imaginarias que adornan nuestras cadenas, no para que el hombre lleve
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cadenas prosaicas y desoladoras, sino para que se las arranque y recoja la flor viva. La crítica de la
relign desengaña al hombre para que este piense, actúe, forje su realidad como un hombre sin
ilusiones, que ha llegado a la razón, para que se mueva en torno a su verdadero sol, es decir
alrededor de sí mismo. La misión de la historia es, por lo tanto, una vez desvanecido els allá de
la verdad, establecer la verdad del más acá. La primera tarea de la filosofía, que está al servicio de
la historia, consiste una vez desenmascarada la apariencia sagrada de la auto alienación humana-
en descubrir esa auto alienación bajo sus apariencias profanas. La crítica del cielo se transforma,
de esa manera, en crítica de la tierra; la crítica de la religión, en crítica del derecho; la crítica de la
teoloa, en crítica de la política.”.
Marx advierte que el capitalismo pone a su favor ese compendio de ilusiones y promesas
imaginarias que ofrece lo religioso. Si el mercado publicita el confort, la religión anuncia la
reconfortación: el flujo espiritual en el que el abrazo, el consuelo y el respeto humanos son
modos de lo sagrado.
Pero no se trata de abolir una felicidad ilusoria en nombre de la conquista de una felicidad real.
¿En qué consiste una felicidad auténtica? ¿Cómo sería vivir en la edad de la razón? ¿Cuál la
verdad del más acá? El problema de las izquierdas ha sido, desde entonces, pensar políticas
del deseo no negadoras de la angustia, que sean tan poderosas como las fórmulas de felicidad
que ofrecen las religiones y el capitalismo.
Opio: derivado de la amapola blanca que calma el dolor, favorece el sueño y ayuda a controlar
la tos.
En un texto que se llama La liquidación del Opio, Antonin Artaud desnuda la hipocresía de la
moral burguesa y sus proclamas contra las drogas ilegales. Advierte que la verdadera amenaza
es la negación de la angustia, el desalojo de las existencias que habitan en su malestar. Esos
discursos del bien hacen creer que la voluntad de una persona podría vencer al sistema que
fabrica voluntades.
Artaud se siente asqueado por el teatro de la virtud que esconde, detrás de sus gestos de
bondad, los males del capitalismo. El sentido común dominante transforma la desigualdad, la
injusticia y la explotación en fatalidades eternas. Toda su obra es un grito desencajado de la
dolorosa historia humana.
Escribe: “Nacimos podridos en el cuerpo y en el alma, somos congénitamente inadaptados;
suprimid el opio, no suprimiréis la necesidad del crimen, los cánceres del cuerpo y del alma, la
propensión a la desesperación, el cretinismo innato, la viruela hereditaria, la pulverización de
los instintos, no impediréis que existan almas destinadas al veneno, sea cual fuere, veneno de
la morfina, veneno de la lectura, veneno del aislamiento, veneno del onanismo, veneno de los
coitos repetidos, veneno de la debilidad arraigada en el alma, veneno del alcohol, veneno del
tabaco, veneno de la anti-sociabilidad. Hay almas incurables y perdidas para el resto de la
sociedad. Suprimidles un medio de locura, ellas inventarán diez mil otros. Ellas crearán medios
más sutiles, más furiosos, medios absolutamente desesperados. La misma naturaleza es
antisocial en el alma; es por una usurpación de poderes que el cuerpo social organizado
reacciona contra la tendencia natural de la sociedad”.
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“Nacimos podridos en el cuerpo y en el alma”: nacer es caer en una podredumbre. La
existencia es un estado de descomposición. La descomposición no sólo alude a la hediondez
de lo que muere, descomposición es el desarreglo que hace posible el deseo. La supresión de
la angustia es un sueño brutal de la civilización. Abolida la angustia, la existencia humana
queda anonadada. Se consuma un genocidio sofisticado: el exterminio de la angustia como
demanda voluntaria de autoeliminación.
Escribe Artaud: Dejemos perderse a los perdidos, tenemos mejor cosa en que ocupar nuestro
tiempo que tentar una regeneración imposible y además inútil, odiosa y dañina. En tanto no
hayamos llegado a suprimir ninguna de las causas de la desesperación humana no tendremos
el derecho de intentar suprimir los medios por los cuales el hombre trata de desencostrarse de
la desesperación. Pues ante todo se tendría que llegar a suprimir ese impulso natural y
escondido, esa pendiente especiosa del hombre que lo inclina a encontrar un medio, que le da
la idea de buscar un medio de salir de sus males”.
Una pendiente especiosa, a la vez bella y terrible, inclina a los desesperados a buscar una
salida. Pendiente como declive que empuja hacia un sitio que atrae; pendiente como lo que
queda sin resolver, como tendencia que ansía una escapatoria. Salida, como se dice de la
salida del sol, que anuncia el comienzo de otro día; salida de un callejón, de un encierro que
inmoviliza. Artaud conoce que, para algunos, la imaginación alucinada por una sustancia es la
última oportunidad de abrir agujeros en la pared. Pendiente porque se juega el pender mismo,
el vivir colgado de una rama o de un hilo; pero el pender, también, como circunstancia humana
de la espera, que es un modo de la angustia cuando se presenta desamordazada de la culpa y
de la ansiedad.
Escribe Artaud: “El infierno es ya de este mundo y hay hombres que son desdichados evadidos
del infierno, evadidos destinados a recomenzar eternamente su evasión”.
El infierno no es una amenaza futura: está presente en el mundo que habitamos todos los días.
Italo Calvino sugiere distintas maneras de sufrir el infierno: una es aceptarlo y desearlo hasta el
punto de hacerse uno mismo parte del infierno; otra es buscar y saber reconocer quién y qué,
en medio del infierno, no es infierno. El secreto de los conjurados es darse tiempo para el
contacto, morar en ese momento, inventar una pequeña comunidad de angustiados que
hablan, ríen de sí mismos y proyectan otro mundo.
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Alcoholismo sin angustia: afección de bebedores despojados de las palabras.
Las cosas del vino se parecen a las del amor. El vino y el amor, como diría Eluard, están en el
mundo para olvidar el mundo, son modos de evasión. Aunque el vino, muchas veces, sirve
para fugarse de un amor y el amor, otras, sirve para fugarse del vino y, ambos, pueden enseñar
a hacer la experiencia de la angustia.
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La cita de Italo Calvino, que está al final de Las ciudades invisibles, dice así: “El infierno de los vivos no es algo que
será: hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos
maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de
no verlo más. La segunda es riesgosa y exige atención y aprendizaje continuo: buscar y saber reconocer quién y qué,
en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio”.
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Amor y vino comparten la embriaguez: desmesura, imprudencia, indiscreción, son constantes
que excitan a bebedores y enamorados. A veces, la embriaguez lleva al embotamiento; en el
amor, embotamiento significa sensibilidad confundida y miedo. El embotamiento de los sentidos
del borracho es anestesia de la pasión. El aturdimiento sensible es un velo que se pone al
dolor, la soledad de un cuerpo sin sustancia de felicidad.
Con la exageración de bebida sucede lo mismo que con la obsesión posesiva: al final, la
promesa del absoluto cae incumplida. El vino y el amor no interesan, sin embargo, tanto por
sus cualidades para aliviar el dolor, sus virtudes para pacificar o disminuir intensidades que
arrasan; importan como deseo de lo que no se tiene. A veces, beber es hacer la experiencia de
la espera. Interludio existencial que busca una especie de paz que, por otra parte, se sabe que
no llega o que llega en el instante final.
Algo de la espera se expresa en cada brindis en el que se dice ¡Salud! La espera es vocación
que brinda lo que se sabe no se puede poseer. Las copas se alzan y se chocan para desear lo
que nadie tiene asegurado. Quizás el brindis sea eternidad declarada de los que se saben
mortales. El vino, como portador de la espera, rivaliza con las religiones.
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En una obra de O'Neill, que se llama Extraño interludio, los largos soliloquios de sus personajes
recuerdan momentos en los que bebedores y amantes se dan a la palabra. Tal vez, tanto la
experiencia del vino como la del amor, consistan en darse a la palabra. Pero darse a la palabra
no es lo mismo que sentirse desinhibido. La inhibición tiene relación con prohibiciones,
censuras o abstenciones calculadas, se desata como catarsis o confesión: la desinhibición es
fuga de lo reprimido. Darse a la palabra es darse uno mismo lo inescuchable de la angustia.
El bebedor busca testigos, no tanto de su dolor, sino de las palabras que puede donarse siendo
él mismo una voz anónima de su existencia dolorida. Se dice que el vino ayuda a soltar la
lengua, pero ello no siempre quiere decir hablar de más o permitirse decir algo indebido o
descarado. Soltar no sólo es dejar salir lo que estaba apresado; soltar es también participar de
un abandono, dejarse caer (desujetado) en el hablar. Soltar la lengua, entonces, como
autodonación de una voz llena de tachaduras. Instante desprolijo en el que el bebedor se
ofrece algo que no reconoce del todo: hospitalidad en su existencia angustiada.
Los angustiados no son personas que beben mucho, sino existencias que prueban desatar sus
lenguas y romper a martillazos membranas (de miedo o de odio) que cubren los sentidos. El
vino como experiencia de la espera o como darse a la palabra no escuchada, se parece al
amor no posesivo. El vino como experiencia del ahogo, embotamiento y ausencia de sí, se
parece a la avaricia amorosa que sólo aspira a la propiedad del otro.
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Ofrecer y brindar dicen acciones similares, pero las formas reflexivas de estos verbos sugieren inclinaciones
diferentes. Mientras el que se brinda parece dar su potencia, el que se ofrece parece quedar a merced del otro
(ofrecerse para hacer algo, ofrecerse a la mirada, ofrecerse al goce del otro, ofrecerse en sacrificio).
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La alianza entre el capitalismo y el vino se consuma con la difusión de un alcoholismo sin
angustia: el pasaje automático a la cabeza aturdida sin el acontecimiento de la espera que
llama a la palabra.
Angustia: inconformidad.
Cada uno vive, como si fuera un teatro personal, la tragedia de la civilización. No puede haber
cultura sin malestar, ni experiencia de sin conflictividad. Malestar y conflictividad son las
tormentas del deseo. Los males del estar anuncian que el estar mismo es existencia afectada
por la vida y la muerte, la enfermedad y la salud, el lenguaje y lo indecible.
El sueño de curas químicas, que supriman la conflictividad, anuncia el horror de un mundo sin
angustia. Una cosa es estar mal y otra es que el malestar nos goce. La vida humana siempre
procura emanciparse del malestar. Emanciparse no significa suprimirlo, sino impedir que el
malestar se apropie del excedente de goce disponible en nuestras existencias.
El capitalismo nos persuade (ahí en donde cada cual se enfrenta a ese objeto sin consistencia,
que Lacan llama objeto a) del ahorro de angustia que significa someterse a un significante amo.
La sujeción conveniente.
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Si la angustia pudo ser, en otros tiempos, educadora de la soledad comunitaria (es decir, una
soledad en proximidad de otros igualmente solos, en un mundo sin dioses), su actual
representación terrorífica es una herramienta disciplinaria del capitalismo. La angustia aplacada
es la peste: los angustiados (sin la experiencia de la angustia), para huir de lo que no
entienden, entregan sus existencias a cambio de calmantes.
La conflictividad es la experiencia de la angustia. No se dice soy angustiado ni es angustiado,
se dice estoy angustiado o está angustiado. La angustia no es una manera del ser, sino un
pasaje que posibilita que, lo que es, sea.
Durante los últimos tres siglos, la angustia fue escuela del sinsentido de la existencia humana y
de la sensibilidad impugnadora. La Ilustración podría pensarse como experiencia pedagógica
de la angustia orientada por la razón, las filosofías (Spinoza, Kierkegaard, Nietzsche,
Heidegger) como recepciones de la angustia en tanto afección de la condición humana, el
romanticismo como educación sentimental de la protesta. Los angustiados de entonces no eran
neuróticos sino enamorados, filósofos, locos, intelectuales, artistas, revolucionarios.
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El término goce, en Lacan, señala que la relación con el objeto de satisfacción está mediada por la palabra de otro. El
niño pequeño es caos de intensidades y sensaciones dispersas, criatura todavía sin existencia como niño, sitio vacío
de representación, necesidad que no sabe de su necesidad. La madre supone que eso que estalla es hambre, frío,
espera de abrazo, gusto por el movimiento, la presencia de su voz; ella inscribe lo irrepresentado en un mundo posible,
traduce una necesidad sin nombre en demanda de alimento, abrigo, ternura, canción. La satisfacción o insatisfacción
no dependen sólo de un equilibrio de energías, sino de relaciones de sentido. Somos hijos de la palabra de otro, de la
palabra que nos nombra, de la palabra que nos llama, de la palabra que dice nuestra demanda. La cuestión humana no
se puede pensar como satisfacción de una necesidad a través de un objeto que la colma, nos satisfacemos en una
experiencia (nunca plena) mediada por la palabra. A esta singular satisfacción entredicha por el lenguaje, se la llama
goce. Haciendo una analogía con la idea de plusvalía de Marx, Lacan sugiere la expresión plus de gozar para referirse
a uno de los modos en los que se presenta el objeto a. Bataille, a su vez, ya había pensado el goce como exceso que
no es sin angustia.
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Antes de la angustia (o sin inconformidad) somos criaturas perdidas. Náufragos encomendados
a los dioses, recogidos por la sombra de un amo, aferrados a una tutela salvadora.
La angustia ha dejado de ser la educadora del alma. Esa experiencia estética y existencial es,
ahora, un agujero que se quiere evitar. No se sabe qué hacer con la angustia. No vivimos en
tiempos de Kierkegaard: “el hombre es el ser que se angustia y es más profundamente hombre,
cuanto más profundamente se angustia”.
El capitalismo disfruta de las existencias insatisfechas, prefiere a los angustiados que se
vuelven neuróticos y consumistas, apáticos y escépticos, locos y suicidas; antes que a esos
seres incontrolables que (por momentos) posan sus pies en superficies de inconformidad.
La angustia no siempre cae de rodillas ante los objetos del mercado. La angustia puede ser la
razón de todas las esclavitudes humanas o puede expresar el deseo de la emancipación
siempre inconclusa. La angustia puede ser señal de la inminencia del desastre existencial o
llamado de lucidez, golpe derribador de fetiches.
La angustia insurrecta no sobreviene cuando no alcanzamos algo muy querido, llega como
repentina percepción de que eso, tan preciado, por lo que empeñamos la vida, no valía nada.
Inconformidad: angustia.
La enfermedad de la civilización que no tiene remedio se llama inconformidad. La
insatisfacción, en cambio, tiene una farmacia entera. Capitalismo es adicción a una botica de
anestesias y animadores emocionales. Somos abusados por reguladores del hambre y de las
cabezas, pero cada tanto los estómagos administrados estallan repletos de odio.
El capitalismo difunde laboratorios químicos que tratan la insatisfacción, sustancias líquidas o
pastosas para controlarla, pero el sentido que la vida humana clama, repone inconformidad:
potencia de lo venidero. Hay formas inscriptas en nuestra sensibilidad y en nuestro
pensamiento, lo sepamos o no. Inconformidad, sensibilidad que se escabulle de lo tallado.
Afuera de toda forma no es otra forma, sino el deseo de un más allá de todas las formas. La
deformidad es la corrupción de la forma modelo. Si la insatisfacción hace histerias,
inconformidad llama a lo político. La entrega fascinada a las promesas del mercado, neurotiza
al deseo: lo envuelve de nerviosismo frustrador. Inconformidad, insumisión ante las formas que
nos gobiernan. Inconformidad pulsa lo todavía no anunciado.
La insatisfacción es por algo que se sabe, que no se tiene, que no era como se creía o que se
perdió. Inconformidad vive en el infinitivo del deseo. Apatía y tedio, son modos de insatisfacción
no excitada, encallecida. Inconformidad no importa ahora como negación apasionada de las
formas establecidas, sino como visión enloquecida de lo posible todavía sin forma.
Inconformidad que no obra, engendra pestilencia; angustia que no se habita, extiende el
desierto.
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A propósito, dos textos de Blake (1757-1827) que acompañan al epígrafe del comienzo de este capítulo. Uno, tomado
también de Los Proverbios del Infierno, dice: “Del agua estancada, espera veneno”; el otro es un poema, que lleva por
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Teorema del capitalismo: proposiciones sutiles de su vigencia.
Nicolás Casullo (2007) pensaba que las izquierdas no supieron resolver el teorema civilizatorio
del capitalismo. Teorema: no como proposición lógica demostrable del mundo que vivimos, sino
como dibujo indeleble de lo establecido en nosotros mismos. Teorema, tal vez, para coincidir
con la novela que Pasolini publica en mil novecientos sesenta y ocho, relato de la decadencia
de una familia de la pequeña burguesía del norte de Italia, un mundo seguro y hastiado que
estalla con la presencia de un huésped hermoso e inquietante. Teorema como teatro de
enunciación que nos tortura haciéndonos creer que no sabemos vivir en el mejor de los
mundos posibles.
El capitalismo moderno ofrece sustitutos para dar sosiego provisorio a las pulsiones que él
mismo propicia. El consumo para todos los gustos, incluso el consumo de las sustancias de la
muerte para la vida breve de los excluidos; sin contar la excitación y miedo que aporta, a los
que viven en los barrios cerrados de la opulencia, presentir que, a metros, asechan los
desesperados.
El capitalismo resuelve el teorema de la felicidad humana: fabrica una humanidad que verifica
su propio teorema. El capitalismo aprovecha la insatisfacción humana para prometer objetos
que la calman. La insatisfacción humana es una creación capitalista para que su poder se
reproduzca.
Inconformidad acaece como sensación en el cuerpo que se parece al cosquilleo de millones de
hormigas que corren, por dentro, nerviosas y desconcertadas. Hormigueo que no es histeria de
la insatisfacción, sino angustia.
La angustia, cuando no queda capturada por la insatisfacción, estalla como potencia indignada.
La indignación aloja angustia en estado de lucha y revuelta.
Otra edad del pensar: expresión que Nicolás Casullo compartió entre amigos, antes de morir.
Nicolás Casullo decía que “hacía falta otra edad del pensar” que conjugara herencia e
imaginación para entender el mundo, el país, a nosotros mismos.
Somos solicitados a decir algo sobre el tiempo en que vivimos. Asociamos cosas del presente
con cosas del pasado, visiones actuales con escenarios ya vistos, voces desarticuladas del
ahora con enseñanzas recientes. La memoria histórica nos llena de presagios terribles que
contaminan la posibilidad de pensar el porvenir. A veces, esa memoria es un residuo de
representaciones nefastas. La barbarie de la civilización ejerce su atracción: nos asalta la idea
de que todavía todo puede ser peor. El lugar de la angustia es ocupado por visiones
catastróficas.
Solicitados quiere decir convocados a resistir lo que se nos impone como fatalidad. El
solicitante descolocado es el personaje de un largo poema de Leónidas Lamborghini, una voz
que comienza solicitando un empleo y termina solicitando el poder. Un descolocado no es sólo
título Eternidad, afirma: “Quien pretenda encadenar para una alegría, malogrará su vida alada, pero quien sepa
besarla en su aleteo vivirá en el alba de su eternidad”.
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un desempleado, un descolocado es un salido de su lugar, un raro que se suelta, un solicitante
desprendido de las fijezas del destino.
No es posible, sólo con la herencia, pensar lo que está ocurriendo. ¿Cómo decir lo todavía
impensado, lo que no puede ser atribuido o explicado por el lenguaje recibido? ¿De qué
manera imaginar más allá de lo ya imaginado?
Hay cosas que cambian la vida, alguien dice: A partir de eso que me pasó, mi vida fue otra.
Hay golpes que permiten entrar en otra edad del alma; si no, se nos va la vida habiendo
pensado poco o nada fuera de lo ya instalado como razón del mundo.
¿Cómo vivir lo que nunca antes se ha vivido? ¿Expandir la experiencia hasta el límite:
asomarse fuera de sí? El fuera de como arrojo que no es caída. Vivir arrojado fuera de sí,
pero no cayendo en lo mismo de siempre, en lo establecido, sino derramado fuera de todo
continente. Naufragar no como desastre, sino como oportunidad.
El sentido común es el Titanic de la razón: se presenta como fuente de verdades
incuestionables, se apoya en el yo siento, yo viví, yo veo, yo conozco, yo estuve. El sentido
común es la ideología del yo. Y el yo siempre -como solía decir Casullo- es de derecha.
Mientras el fuera de sí es tanteo de lo incapturable, bosquejo de una conciencia ilimitada, relato
roto que nos llega como resto de un pesadilla o de un delirio.
No podemos decir cómo será el mundo venidero, pero sabemos que será más justo. No lo
sabemos porque lo sabemos, sino porque lo deseamos. El deseo potencia algo en donde no
hay nada. No se trata de un acto de fe, sino de una política. Política del deseo o deseo de la
política: deseo que desea justicia e igualdad para el colectivo humano.
Se podría definir el presente como fabricación social de criaturas que no sabemos imaginar otro
mundo para todos. Lo que solemos vivir como impotencia ante lo que nos queda por aprender,
es omnipotencia no declarada. Una y otra vez, asistimos a la escena trágica del saber: cuanto
más sabemos, más advertimos el entendimiento limitado en el que vivimos. La omnipotencia
confunde saber con control del mundo; deseo, con capricho de satisfacción de un impulso;
pensamiento, con un repertorio de verdades seguras.
Pensar, estar en inconformidad.
Obrar: hacer algo con lo que no pasa.
La despolitización del psicoanálisis es su profesionalización. Profesionalismo: hacer de la
profesión un medio para ganarse la vida, el psicoanálisis por el psicoanálisis mismo en
cualquier mundo, en cualquier parte; a lo sumo, un psicoanálisis ocasional, impuro y deficiente
en los hospitales públicos.
La despolitización proclama la autonomía del mundo social e histórico. No quiere complicarse
con la miseria de la civilización: se niega a aceptar que sus propias teorías llevan las marcas
mudas de la barbarie. Muchos autores advirtieron la complicidad del psicoanálisis con el
capitalismo. Murmuraciones en los consultorios complacientes con un orden injusto y brutal.
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El profesionalismo consume cultura, pero es anti-intelectual o colecciona conocimientos, que
exhibe para consagrar el poder de su especialidad, pero rechaza la interrogación angustiosa de
lo que no sabe.
El psicoanálisis en la Argentina, en los años sesenta y setenta, conoció la potencia de la crítica
y entendió sus prácticas entramadas con la política. Muchos psicoanalistas compartían, con las
izquierdas de entonces, el deseo de transformar el mundo. En los tiempos actuales, sin lo que
Casullo llamaba el horizonte de una revolución venidera, un riesgo del profesionalismo es la
difusión de prácticas clínicas desentendidas de la experiencia de la angustia.
Inquieta el psicoanálisis, todavía, como territorio de las existencias angustiadas, como
invención de espacios en los que puede ser insinuado lo inescuchable, como habla de la
afección sublevada, como obrar, en el que la angustia sigue hablando, después de que ya
hemos dicho todo lo que teníamos que decir.
Interesa el psicoanálisis como arte y política del deseo que obra, pero la potencia deseante no
es sin la herida de la muerte y la angustia. No es sin inconformidad. Allí reside la diferencia
entre la potencia del deseo y la prepotencia de la conformidad.
Percia angustia afeccion anticapitalista.docx
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