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La significación del falo [1958]
Jacques Lacan (Escritos 2)
Conferencia pronunciada por
Lacan en alemán ("Die Bedeutung
des Pahallus") el 9 de mayo de
1958 en el Instituto Max Planck
de Munich
Es sabido que el complejo de
castración inconsciente tiene una
función de nudo.
1ro. en la estructuración dinámica
de los síntomas en el sentido
analítico del término, queremos
decir de lo que es analizable en
las neurosis, las perversiones y
las psicosis;
2do. en una regulación del desarrollo que da su ratio a este
primer papel: a saber la instalación en el sujeto de una
posición inconsciente sin la cual no podría identificarse con
el tipo ideal de su sexo, ni siquiera responder sin graves
vicisitudes a las necesidades de su partenaire en la relación
sexual e incluso acoger con justeza las del niño que es
procreado en ellas.
Hay aquí una antinomia interna a la asunción por el hombre
(Mensch) de su sexo: ¿por qué no debe asumir sus
atributos sino a través de una amenaza, incluso bajo el
aspecto de una privación? Es sabido que Freud en El
malestar en la cultura, llegó hasta sugerir un desarreglo no
contingente, sino esencial de la sexualidad humana y que
uno de sus últimos artículos se refiere a la irreductibilidad a
todo análisis finito (endliche) de las secuelas que resultan
del complejo de castración en el inconsciente masculino, del
penisneid en el inconsciente de la mujer.
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Esta aporía no es la única pero es la primera que la
experiencia freudiana y la metapsicología que resulta de
ella introdujeron en nuestra experiencia del hombre. Es
insoluble en toda reducción a datos biológicos: la solo
necesidad del mito subyacente a la estructuración del
complejo de Edipo lo demuestra suficientemente.
No es sino un artificio invocar para esta ocasión un
elemento adquirido de amnesia hereditaria, no sólo porque
éste es en el mismo discutible, sino porque deja el
problema intacto: ¿cuál es el nexo del asesinato del padre
con el pacto de la ley primordial, si está incluido en él que
la castración sea el castigo del incesto?
Sólo sobre la base de los hechos clínicos puede ser fecunda
la discusión. Estos demuestran una relación del sujeto con
el falo que se establece independientemente de la
diferencia anatómica de los sexos y que es por ello de una
interpretación especialmente espinosa en la mujer y con
relación a la mujer, concretamente en los cuatro capítulos
siguientes:
1o. de por qué la niña se considera a sí misma, aunque
fuese por un momento, como castrada, en cuanto que ese
término quiere decir: privada de falo, y por la operación de
alguien, el cual es en primer lugar su madre, punto
importante, y después su padre, pero de una manera tal
que es preciso reconocer allí una transferencia en el sentido
analítico del término;
2o. de por qué más primordialmente, en los dos sexos, la
madre es considerada como provista de falo, como madre
fálica;
3o. de por qué correlativamente la significación de la
castración no toma de hecho (clínicamente manifiesto) su
alcance eficiente en cuanto a la formación de los síntomas
sino a partir de su descubrimiento como castración de la
madre;
4o. estos tres problemas culminan en la cuestión de la
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razón, en el desarrollo, de la fase fálica. Es sabido que
Freud especifica bajo este término la primera maduración
genital: en cuanto que por una parte se caracteriza por la
dominación imaginaria del atributo fálico, y por el goce
masturbatorio, y por otra parte localiza este goce en la
mujer en el clítoris, promovido así a la función del falo, y
que parece excluir así en los dos sexos, hasta la
terminación de esta fase, es decir hasta la declinación del
Edipo, toda localización instintual de la vagina como lugar
de la penetración genital.
Esta ignorancia es muy sospechosa de desconocimiento en
el sentido técnico del término, y tanto más cuanto que a
veces es totalmente inventada. ¿Concordaría únicamente
con la fábula en la que Longo nos muestra la iniciación de
Dafnis y Cloe subordinada a los esclarecimientos de una
anciana?
Así es como ciertos autores se vieron arrastrados a
considerar la fase fálica como efecto de una represión, y la
función que toma en ella el objeto fálico como un síntoma.
La dificultad empieza cuando se trata de saber qué
síntoma: fobia, dice uno, perversión, dice otro, y a veces el
mismo. Este último caso parece el no va más: no es que no
se presenten interesantes trasmutaciones del objeto de una
fobia en fetiche, pero precisamente si son interesantes es
por la diferencia de su lugar en la estructura. Pedir a los
autores que formulen esa diferencia en las perspectivas
actualmente en favor bajo el título de relación de objeto
sería pretensión vana. Esto en cuanto a esa materia, a falta
de otra referencia que la noción aproximada de objeto
parcial, nunca criticada desde que Karl Abraham la
introdujo, por desgracia debido a las grandes facilidades
que ofrece a nuestra época.
Queda el hecho de que la discusión ahora abandonada
sobre la fase fálica, releyendo los textos sobre ella que
subsisten de los años 1928-32, nos refresca por el ejemplo
de una pasión doctrinal a la que la degradación del
psicoanálisis, consecutivo a su trasplante americano, añade
un valor nostálgico.
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Con sólo resumir el debate no podría dejar de alterarse la
diversidad auténtica de las posiciones tomadas por una
Helene Deutsch, una Karen Homey, un Ernest Jones, para
limitarnos a los más eminentes.
La sucesión de los tres artículos que este último consagró al
tema es especialmente sugestiva: aunque sólo fuese por el
enfoque primero sobre el que construye y que señala el
término por él forjado de afanisis. Pues planteando muy
justamente el problema de la relación de la castración con
el deseo, hace patente en ello su incapacidad para
reconocer lo que sin embargo rodea de tan cerca, que el
término que dentro de poco nos dará su clave parece surgir
de su falta misma.
Se encontrará especialmente divertido su éxito en articular
bajo la égida de la letra misma de Freud una posición que
le es estrictamente opuesta: verdadero modelo en un
género difícil.
No por ello se deja ahogar el pez, que parece ridiculizar en
Jones su alegato tendiente a restablecer la igualdad de los
derechos naturales (¿acaso no lo empuja hasta el punto de
cerrarlo con el "Dios los creó hombre y mujer" de la
Biblia?). De hecho, ¿qué ha ganado al normalizar la función
del falo como objeto parcial, si necesita invocar su
presencia en el cuerpo de la madre como objeto interno,
término que es función de las fantasías reveladas por
Melanie Klein, y si no puede separarse otro tanto de la
doctrina de esta última, refiriendo esas fantasías a la
recurrencia hasta los límites de la primera infancia, de Ia
formación edípica?
No nos engañemos si reanudamos la cuestión
preguntándonos qué es lo que podría imponer a Freud la
evidente paradoja de su posición. Porque nos veremos
obligados a admitir que estaba mejor guiado que cualquier
otro en su reconocimiento del orden de los fenómenos
inconscientes de los que él era el inventor, y que, a falta de
una articulación suficiente de la naturaleza de esos
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fenómenos, sus seguidores estaban condenados a
extraviarse más o menos.
Partiendo de esta apuesta -que asentamos como principio
de un comentario de la obra de Freud que proseguimos
desde hace siete años- es como nos hemos visto
conducidos a ciertos resultados: en primer lugar, a
promover como necesaria para toda articulación del
fenómeno analítico la noción de significante, en cuanto se
opone a la de significado en el análisis lingüístico moderno.
De ésta Freud no podía tener conocimiento, puesto que
nació más tarde, pero pretendemos que el descubrimiento
de Freud toma su relieve precisamente por haber debido
anticipar sus fórmulas, partiendo de un dominio donde no
podía esperarse que se reconociese su reinado.
Inversamente, es el descubrimiento de Freud el que da a la
oposición del significante y el significado el alcance efectivo
en que conviene entenderlo: a saber que el significante
tiene función activa en la determinación de los efectos en
que lo significable aparece como sufriendo su marca,
convirtiéndose por medio de esa pasión en el significado.
Esta pasión del significante se convierte entonces en una
dimensión nueva de la condición humana, en cuanto que no
es únicamente el hombre quien habla, sino que en el
hombre y por el hombre "ello" habla, y su naturaleza
resulta tejida por efectos donde se encuentra la estructura
del lenguaje del cual él se convierte en la materia, y por
eso resuena en él, más allá de todo lo que pudo concebir la
psicología de las ideas, la relación de la palabra.
Puede decirse así que las consecuencias del descubrimiento
del inconsciente no han sido ni siquiera entrevistas aún en
la teoría, aunque ya su sacudida se ha hecho sentir en la
praxis, más de lo que lo medimos todavía, incluso cuando
se traduce en efectos de retroceso.
Precisamos que esta promoción de la relación del hombre
con el significante como tal no tiene nada que ver con una
posición "culturalista" en el sentido ordinario del término,
aquella en la cual Karen Horney, por ejemplo, resultó
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anticiparse en la querella sobre el falo por su posición,
calificada por Freud de feminista. No es de la relación del
hombre con el lenguaje en cuanto fenómeno social de lo
que se trata, puesto que ni siquiera se plantea algo que se
parezca a esa psicogénesis ideológica conocida, y que no
queda superada por el recurso perentorio a la noción
completamente metafísica, bajo su petición de principio de
apelación a lo concreto, irrisoriamente transmitida bajo el
nombre de afecto.
Se trata de encontrar en las leyes que rigen ese otro
escenario (eine andere Schauplatz) que Freud, a propósito
de los sueños, designa como el del inconsciente, los efectos
que se descubren al nivel de la cadena de elementos
materialmente inestables que constituye el lenguaje:
efectos determinados por el doble juego de la combinación
y de la sustitución en el significante, según las dos
vertientes generadoras del significado que constituyen la
metonimia y la metáfora; efectos determinantes para la
institución del sujeto. En esa prueba aparece una topología
en el sentido matemático del término, sin la cual pronto se
da uno cuenta de que es imposible notar tan siquiera la
estructura de un síntoma en el sentido analítico del
término.
"Ello" habla en el Otro, decimos, designando por el Otro el
lugar mismo que evoca el recurso a la palabra en toda
relación en la que interviene. Si "ello" habla en el Otro, ya
sea que el sujeto lo escuche o no con su oreja, es qué es
allí donde el sujeto, por una anterioridad lógica a todo
despertar del significado, encuentra su Iugar significante. El
descubrimiento de lo que articula en ese lugar, es decir en
el inconsciente, nos permite captar al precio de qué división
(Spaltung) se ha constituido así.
El falo aquí se esclarece por su función. El falo en la
doctrina freudiana no es una fantasía, si hay que entender
por ello un efecto imaginario. No es tampoco como tal un
objeto (parcial, interno, bueno, malo, etc...) en la medida
en que ese término tiende a apreciar la realidad interesada
en una relación. Menos aún es el órgano, pene o clítoris,
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que simboliza. Y no sin razón tomó Freud su referencia del
simulacro que era para los antiguos.
Pues el falo es un significante, un significante cuya función,
en la economía intrasubjetiva del análisis, levanta tal vez el
velo de la que tenía en los misterios. Pues es el significante
destinado a designar en su conjunto los efectos del
significado, en cuanto el significante los condiciona por su
presencia de significante.
Examinemos pues los efectos de esa presencia. Son en
primer lugar los de una desviación de las necesidades del
hombre por el hecho de que habla, en el sentido de que en
la medida en que sus necesidades están sujetas a la
demanda, retornan a él enajenadas. Esto no es el efecto de
su dependencia real (no debe creerse que se encuentra
aquí esa concepción parásita que es la noción de
dependencia en la teoría de la neurosis), sino de la
conformación significante como tal y del hecho de que su
mensaje es emitido desde el lugar del Otro.
Lo que se encuentra así enajenado en las necesidades
constituye una Urverdrängung por no poder, por hipótesis,
articularse en la demanda pero que aparece en un retoño,
que es lo que se presenta en el hombre como el deseo (das
Begehren) . La fenomenología que se desprende de la
experiencia analítica es sin duda de una naturaleza tal
como para demostrar en el deseo el carácter paradójico,
desviado, errático, excentrado, incluso escandaloso, por el
cual se distingue de la necesidad. Es éste incluso un hecho
demasiado afirmado para no haberse impuesto desde
siempre a los moralistas dignos de este nombre. El
freudismo de antaño parecía deber dar su estatuto a este
hecho. Paradójicamente, sin embargo, el psicoanálisis
resulta encontrarse a la cabeza del oscurantismo de
siempre y más adormecedor por negar el hecho en un ideal
de reducción teórica y práctica del deseo a la necesidad.
Por eso necesitamos articular aquí ese estatuto partiendo
de la demanda, cuyas características propias quedan
eludidas en la noción de frustración (que Freud no empleó
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nunca).
La demanda en sí se refiere a otra cosa que a las
satisfacciones que reclama. Es demanda de una presencia o
de una ausencia. Cosa que manifiesta la relación primordial
con la madre, por estar preñada de ese Otro que ha de
situarse más acá de las necesidades que puede colmar. Lo
constituye ya como provisto del "privilegio" de satisfacer las
necesidades, es decir del poder de privarlas de lo único con
que se satisfacen. Ese privilegio del Otro dibuja así la forma
radical del don de lo que no tiene, o sea lo que se llama su
amor.
Es así como la demanda anula (aufhebt) la particularidad
de todo lo que puede ser concedido trasmutándolo en
prueba de amor, y las satisfacciones incluso que obtiene
para la necesidad se rebajan (sich erniedrigt) a no ser ya
sino el aplastamiento de la demanda de amor (todo esto
perfectamente sensible en la psicología de los primeros
cuidados, a la que nuestros analistas-nurses se han
dedicado).
Hay pues una necesidad de que la particularidad así abolida
reaparezca más allá de la demanda. Reaparece
efectivamente allá, pero conservando la estructura que
esconde lo incondicionado de la demanda de amor.
Mediante un vuelco que no es simple negación de la
negación, el poder de la pura pérdida surge del residuo de
una obliteración. A lo incondicionado de la demanda, el
deseo sustituye la condición "absoluta": esa condición
desanuda en efecto lo que la prueba de amor tiene de
rebelde a la satisfacción de una necesidad. Así, el deseo no
es ni el apetito de la satisfacción, ni la demanda de amor,
sino la diferencia que resulta de la sustracción del primero
a la segunda, el fenómeno mismo de su escisión
(Spaltung).
Puede concebirse cómo la relación sexual ocupa ese campo
cerrado del deseo, y va en él a jugar su suerte. Es que es el
campo hecho para que se produzca en él el enigma que esa
relación provoca en el sujeto al "significársela" doblemente:
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retorno de la demanda que suscita, en [forma de] demanda
sobre el sujeto de la necesidad; ambigüedad presentificada
sobre el Otro en tela de juicio en la prueba de amor
demandada. La hiancia de este enigma manifiesta lo que lo
determina, en la fórmula más simple para hacerlo patente,
a saber: que el sujeto, lo mismo que el Otro, para cada uno
de los participantes en la relación, no pueden bastarse por
ser sujetos de la necesidad, ni objetos del amor, sino que
deben ocupar el lugar de causa del deseo.
Esta verdad está en el corazón, en la vida sexual, de todas
las malformaciones posibles del campo del psicoanálisis.
Constituye también en ella la condición de la felicidad del
sujeto, y disimular su hiancia remitiéndose a la virtud de lo
"genital" para resolverla por medio de la maduración de la
ternura (es decir del recurso único al Otro como realidad),
por muy piadosa que sea su intención, no deja de ser una
estafa. Es preciso decir aquí que los analistas franceses,
con la hipócrita noción de oblatividad genital, han abierto la
marcha moralizante, que a los compases de orfeones
salvacionistas se prosigue ahora en todas partes.
De todas maneras, el hombre no puede aspirar a ser
íntegro (a la "personalidad total", otra premisa en que se
desvía la psicoterapia moderna), desde el momento en que
el juego de desplazamiento de condensación al que está
destinado en el ejercicio de sus funciones marca su relación
de sujeto con el significante.
El falo es el significante privilegiado de esa marca en que la
parte del logos se une al advenimiento del deseo.
Puede decirse que ese significante es escogido como lo más
sobresaliente de lo que puede captarse en lo real de la
copulación sexual, a la vez que como el más simbólico en el
sentido literal (tipográfico) de este término, puesto que
equivale allí a la cópula (lógica). Puede decirse también que
es por su turgencia la imagen del flujo vital en cuanto pasa
a la generación.
Todas estas expresiones no hacen sino seguir velando el
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hecho de que no puede desempeñar su papal sino velado,
es decir como signo él mismo de la latencia de que adolece
todo significable, desde el momento en que es elevado
(aufgehoben) a la función de significante.
El falo es el significante de esa Aufhebung misma que
inaugura (inicia) por su desaparición. Por eso el demonio
del Aidwz (Scham) surge en el momento mismo en que en
el misterio antiguo, el falo es develado (cf. la pintura
célebre de la Villa de Pompeya).
Se convierte entonces en la barra que, por la mano de ese
demonio, cae sobre el significado, marcándolo como la
progenitura bastarda de su concatenación significante.
Así es como se produce una condición de
complementariedad en la instauración del sujeto por el
significante, la cual explica su Spaltung y el movimiento de
intervención en que se acaba.
A saber:
1. que el sujeto sólo designa su ser poniendo una barra en
todo lo que significa, tal como aparece en el hecho de que
quiera ser amado por sí mismo, espejismo que no se
reduce por ser denunciarlo como gramatical (puesto que
implica la abolición del discurso);
2. que lo que está viva de ese ser en Io urverdrängt
encuentra su significante por recibir la marca de la
Verdränguag del falo (gracias a lo cual el inconsciente es
lenguaje).
El falo como significante da la razón del deseo (en la
acepción en que el término es empleado como "media y
extrema razón" de la división armónica).
Así pues, es como un algoritmo como voy a emplearlo
ahora, ya que, si no quiero inflar indefinidamente mi
exposición, no puedo sino confiar en el eco de la
experiencia que nos une para hacer captar a ustedes ese
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empleo,
Que el falo sea un significante es algo que impone que sea
en el lugar del Otro donde el sujeto tenga acceso a él. Pero
como ese significante no está allí sino velado y como razón
del deseo del Otro, es ese deseo del Otro como tal lo que al
sujeto se le impone reconocer, es decir el otro en cuanto
que es él mismo sujeto dividido de la Spaltung significante.
Las emergencias que aparecen en la génesis psicológica
confirman esa función significante del falo.
Así en primer lugar se formula más correctamente el hecho
kleiniano de que el niño aprehenda desde el origen que la
madre "contiene" el falo.
Pero es en la dialéctica de la demanda de amor y de la
prueba del deseo donde se ordena el desarrollo.
La demanda de amor no puede sino padecer de un deseo
cuyo significante le es extraño. Si el deseo de la madre es
el falo, el niño quiere ser el falo para satisfacerlo. Así la
división inmanente al deseo se hace sentir ya por ser
experimentada en el deseo del otro, en la medida en que se
opone ya a que el sujeto se satisfaga presentando al otro lo
que puede tener de real que responda a ese falo, pues lo
que tiene no vale más que lo que no tiene, para su
demanda de amor que quisiera que lo fuese.
Esa prueba del deseo del Otro, la clínica nos muestra que
no es decisivo en cuanto que el sujeto se entera en ella de
si éI mismo tiene o no tiene un falo real, sino en cuanto
que se entera de que la madre no lo tiene. Tal es el
momento de la experiencia sin el cual ninguna
consecuencia sintomática (fobia) o estructural (Penisneid)
que se refiera al complejo de castración tiene efecto. Aquí
se sella la conjunción del deseo en la medida en que el
significante fálico es su marca, con la amenaza o nostalgia
de la carencia de tener.
Por supuesto, es de la ley introducida por el padre en esta
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secuencia de la que depende su porvenir.
Pero se puede, ateniéndose a la función del falo, señalar las
estructuras a las que estarán sometidas las relaciones entre
los sexos.
Digamos que esas relaciones girarán alrededor de un ser y
de un tener que, por referirse a un significante, el falo,
tienen el efecto contrariado de dar por una parte realidad al
sujeto en ese significante, y por otra parte irrealizar las
relaciones que han de significarse.
Esto por la intervención de un parecer que se sustituye al
tener, para protegerlo por un lado, para enmascarar la falta
en el otro, y que tiene el efecto de proyectar enteramente
en la comedia las manifestaciones ideales o típicas del
comportamiento de cada uno de los sexos, hasta el límite
del acto de la copulación.
Estos ideales reciben su vigencia de la demanda que tienen
el poder de satisfacer, y que es siempre demanda de amor,
con su complemento de la reducción del deseo a demanda.
Por muy paradójica que pueda parecer esta formulación,
decimos que es para ser el falo, es decir el significante del
deseo del Otro, para lo que la mujer va a rechazar una
parte esencial de la femineidad, concretamente todos sus
atributos en la mascarada. Es por lo que no es por lo que
pretende ser deseada al mismo tiempo que amada. Pero el
significante de su deseo propio lo encuentra en el cuerpo de
aquel a quien se dirige su demanda de amor. Sin duda no
hay que olvidar que por esta función significante, el órgano
que queda revestido de ella toma valor de fetiche. Pero el
resultado para la mujer sigue siendo que convergen sobre
el mismo objeto una experiencia de amor que como tal (cf.
más arriba) la priva idealmente de lo que da, y un deseo
que encuentra en él su significante. Por eso puede
observarse que la ausencia de la satisfacción propia de la
necesidad sexual, dicho de otra manera la frigidez, es en
ella relativamente bien tolerada, mientras que la
Verdrängung, inherente al deseo es menor que en el
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hombre.
En el hombre, por el contrario, la dialéctica de la demanda
y del deseo engendra los efectos a propósito de los cuales
hay que admirar una vez más con qué seguridad Freud los
situó en las junturas mismas a las que pertenecen bajo la
rúbrica de un relajamiento (Erniedrigung) específica de la
vida amorosa.
Si el hombre encuentra en efecto como satisfacer su
demanda de amor en la relación con la mujer en la medida
en que el significante del falo la constituye ciertamente
como dando en el amor lo que no tiene, inversamente su
propio deseo del falo hará surgir su significante en su
divergencia remanente hacia "otra mujer" que puede
significar ese falo a títulos diversos, ya sea como virgen, ya
sea como prostituta. Resulta de ello una tendencia
centrífuga de la pulsión genital en la vida amorosa, que
hace que en él la impotencia sea soportada mucho peor, al
mismo tiempo que la Verdrängung inherente al deseo es
más importante.
Sin embargo, no debe creerse por ello que la clase de
infidelidad que aparece aquí como constitutiva de la función
masculina le sea propia. Pues si se mira de cerca el mismo
desdoblamiento se encuentra en la mujer, con la diferencia
de que eI Otro del Amor como tal, es decir en cuanto que
está privado de lo que da, se percibe mal en el retroceso en
que se sustituye al ser del mismo hombre cuyos atributos
ama.
Podría añadirse aquí que la homosexualidad masculina,
conforme a la marca fálica que constituye el deseo, se
constituye sobre su vertiente mientras que la
homosexualidad femenina, por el contrario, como lo
muestra la observación, se orienta sobre una decepción que
refuerza la vertiente de la demanda de amor. Estas
observaciones merecerían matizarse con un retorno sobre
la función de la máscara en la medida en que domina las
identificaciones en que se resuelven los rechazos de la
demanda.
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El hecho de que la femineidad encuentre su refugio en esa
máscara por el hecho de la Verdrängung inherente a la
marca fálica del deseo, acarrea la curiosa consecuencia de
hacer que en el ser humane la ostentación viril misma
parezca femenina.
Correlativamente se entrevé la razón de ese rasgo nunca
elucidado en que una vez más se mide la profundidad de la
intuición de Freud: a saber por qué sugiere que no hay más
que una libido, que, como lo demuestra su texto, él concibe
como de naturaleza masculina. La función del significante
fálico desemboca aquí en su relación más profunda: aquella
por la cual los antiguos encarnaban en él el Nonz y el
Aogoz.
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