realizarlo, un consejo administrativo; no es tampoco una creación de política pura, sin
adherencias con la realidad material y compleja de la vida de los individuos y de los
pueblos. El Estado, tal como el fascismo lo concibe y lo realiza, es un hecho espiritual y
moral, pues concreta la organización política, jurídica, económica, de la nación, y tal
organización es, en su iniciación y en su desenvolvimiento, una manifestación del
espíritu. El Estado es garante de la seguridad interior y exterior, pero es también
guardián y transmisor del espíritu del pueblo tal como ha sido elaborado a través de
los siglos en el idioma, en las costumbres, en la fe. El Estado no es solamente presente,
sino que es también pasado y, sobre todo, futuro. Es el Estado el que, trascendiendo de
los breves límites de las vidas individuales, representa la conciencia inmanente de la
nación. Las formas en que los Estados se exteriorizan cambian, pero la necesidad
queda. Es el Estado el que educa a los ciudadanos en las virtudes civiles, les infunde
conciencia de su misión, los incita a la unidad; armoniza sus intereses en la justicia;
lega las conquistas del pensamiento en las ciencias, en las artes, en el derecho, en la
solidaridad humana; eleva a los hombres desde la vida elemental de la tribu a la más
alta expresión humana de potencia que es el imperio; confía a los siglos los nombres de
aquellos que murieron por su integridad o por obedecer a sus leyes; señala como
ejemplos y encomienda a las generaciones que vendrán, a los capitanes que lo
acrecentaron de territorio y a los genios que lo iluminaron de gloria. Cuando declina el
sentido del Estado y prevalecen las tendencias disociadoras y centrífugas de los
individuos o de las agrupaciones, las sociedades nacionales se aproximan a su ocaso.”
XI. La unidad del Estado y las contradicciones del capitalismo
De 1929 a hoy, la evolución económica y política universal ha fortalecido
mayormente estas posiciones doctrinarias. El Estado se agiganta. Sólo el Estado puede
resolver las dramáticas contradicciones del capitalismo. La crisis no la puede resolver
sino el Estado, en el Estado. ¿Dónde están las sombras de los Jules Simón, que en los
albores del liberalismo proclamaban que “el Estado tiene que trabajar a objeto de
resultar inútil y prepararse a presentar sus dimisiones”? ¿Y de los McCulloch, que en
la segunda mitad del siglo pasado afirmaban que “el Estado debe abstenerse de
gobernar demasiado”? ¿Y qué es lo que diría, ante las continuas, solicitadas,
inevitables, intervenciones del Estado en las vicisitudes económicas, el inglés Bentham,
según quien la industria habría debido pedir al Estado que la dejase en paz, o el alemán
Humboldt, según quien el Estado ocioso debía considerarse como el mejor? Verdad es
que la segunda oleada de economistas liberales fue menos extremista que la primera, y
ya el mismo Smith abrió - si bien cautamente - la puerta a la injerencia del Estado en la
economía. Si quien dice liberalismo dice individuo, quien dice fascismo dice
Estado. Pero el Estado fascista es único, y es una creación original. No es reaccionario,
sino revolucionario, pues anticipa las soluciones de determinados problemas universales
tal como en otros países plantean el fraccionamiento de los partidos en el campo
político, la prepotencia del parlamentarismo, la irresponsabilidad de las asambleas, y en
el campo económico las funciones sindicales cada vez más numerosas y poderosas así
en el sector obrero como en el industrial, sus conflictos y sus acuerdos; y en el campo
moral, las necesidades del orden, de la disciplina, de la obediencia a los dictámenes
morales de la patria. El fascismo quiere el Estado fuerte, orgánico y a la vez apoyado en
la más amplia base popular. El Estado fascista ha reivindicado para sí también
el campo de la economía, y, por intermedio de las instituciones
corporativas,
sociales
y
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