Módulo II Tema: Test Dramático de Juego
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Infancia y
Sociedad
Erik H. Erikson (1950)
Ediciones Horme Buenos Aires., 1978.
[Lo capturado en el presente material incluye los
capítulos I II y VII)]
Capítulo I
Pertinencia y relatividad en la
Historia Clínica
[19 a la 32]
En todos los campos hay unas pocas preguntas muy simples que resultan sumamente
embarazosas porque la controversia que surge incesantemente en torno de ellas lleva sólo a
un constante fracaso y parece convertir en tontos a los más expertos. En psicopatología,
tales interrogantes se han referido siempre a la localización y la causa de un trastorno
neurótico. ¿Tiene un comienzo visible? ¿Reside en el cuerpo o en la mente, en el individuo o
en su sociedad?
Durante siglos, este interrogante giró en torno de la controversia eclesiástica sobre el
origen de la locura: ¿se trataba de un demonio interior o de una inflamación aguda del
cerebro? Una contraposición tan simple nos parece hoy anticuada. En los últimos años
hemos llegado a la conclusión de que una neurosis es psico-y somática, psico-y social, e
interpersonal.
Las más de las veces, sin embargo, la discusión revela que también estas nuevas
definiciones son sólo distintas maneras de combinar conceptos separados como psiquis y
soma, individuo y grupo. Ahora decimos ―yen lugar de ―o‖ pero conservamos por lo menos
es supuesto semántico de que la mente es una ―cosa‖ separada del cuerpo, y que una
sociedad es una ―cosa‖ exterior al individuo.
La psicopatología es la hija de la medicina que tuvo su origen ilustre en la búsqueda de la
localización y la causa de la enfermedad. Nuestras instituciones de enseñanza están
comprometidas en esa búsqueda, que proporciona a los que sufren, acomo a los que
curan, la seguridad mágica que emana de la tradición y el prestigio científicos. Es
tranquilizador pensar en una neurosis como en una enfermedad, porque se la siente como
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tal. De hecho, a menudo está acompañada por padecimientos somáticos circunscriptos; y
contamos con enfoques bien definidos de la enfermedad, tanto en el nivel individual como en
el epidemiológico. Tales enfoques han traído apareada una marcada disminución de muchas
enfermedades y, en otros casos, de la mortalidad.
Con todo, algo extraño está sucediendo. Cuando tratamos de pensar en las neurosis
como enfermedades, gradualmente llegamos a reconsiderar todo el problema de la
enfermedad. En lugar de llegar a una mejor definición de la neurosis, encontramos que
algunas enfermedades difundidas, tales como las afecciones cardíacas y estomacales,
parecen adquirir nuevo significado cuando se las considera equivalentes a los síntomas
neuróticos, o por lo menos, a síntomas de una perturbación central y no de un
acontecimiento periférico en partes afectadas aisladas.
Aquí, el nuevo significado del enfoque ―clínico‖ resulta extrañamente similar a su más
antiguo significado. ―Clínico‖ designó en alguna época la función de un sacerdote junto al
lecho del enfermo, cuando la lucha somática parecía llegar a su fin y el alma necesitaba una
guía para su solitario encuentro con su Hacedor. De hecho, hubo una época en la historia
medieval en que un médico tenía la obligación de llamar a un sacerdote si no podía curar a
su paciente al cabo de cierto número de días. En tales casos, se partía del supuesto de que
la enfermedad era de una índole que hoy denominaríamos somático-espiritual. La palabra
―clínico‖ se ha despojado hace mucho de su ropaje clerical, pero está recuperando parte de
su antigua connotación, pues sabemos que una persona neurótica, no importa dónde, cómo
y porqué se sienta enferma, está mutilada en su esencia, al margen de que dicha esencia se
considere ordenante u ordenada. Puede no verse expuesta a la soledad final de la muerte,
pero experimenta esa soledad entumecedora, ese aislamiento y esa desorganización de la
experiencia que llamamos ansiedad neurótica.
Por mucho que el psicoterapeuta aspire a obtener prestigio, solidez y tranquilidad a
través de las analogías biológicas y físicas, trata, sobre todo, con ansiedad humana. Al
respecto puede decir poco que no diga lo todo. En consecuencia, antes de hacer
aplicaciones más amplias, conviene que exprese explícitamente cuál es su posición en su
actividad clínica.
Por lo tanto, este libro comienza con un espécimen de patología, a saber, la súbita
manifestación de un violento trastorno somático en un niño. Nuestro reflector no intenta aislar
y mantener enfocado ningún aspecto o mecanismo particular de este caso; antes bien, se
desplaza deliberadamente al azar en torno de los múltiples factores involucrados, a fin de
determinar si es posible circunscribir el área del trastorno.
1.- Una crisis Neurológica en un niño pequeño: Sam
[21 a la 32]
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Una mañana muy temprano, en un pueblo del norte de California, la madre de un niño de
tres años se despertó debido a los extraños ruidos provenientes de la habitación de aquel.
Corrió junto a su cama y lo encontró en medio de un terrible ataque. Tuvo la impresión de
que se trataba de un ataque cardiaco similar al que había provocado la muerte de su madre
cinco días antes. Llamó al médico, quien afirmó que el ataque de Sam era de índole
epiléptica. Le administró algún sedante e indicó que trasladaran al niño a un hospital en una
ciudad cercana. El personal hospitalario no se mostró dispuesto a comprometerse con un
diagnóstico debido a la corta edad del paciente y a que estaba bajo la acción de drogas.
Dado de alta pocos días después, el niño parecía estar perfectamente bien; sus reflejos
neurológicos eran normales.
Con todo, un mes s tarde el pequeño Sam encontró un topo muerto en el patio de su
casa y se mostró desusadamente agitado al respecto. Su madre intentó responder a sus
astutas preguntas sobre la muerte. De mala gana, se fue a dormir después de haber
manifestado que evidentemente, la madre tampoco sabía nada. Por la noche gritó, tuvo
vómitos y contracciones alrededor de los ojos y de la boca. Esta vez el médico llegó a tiempo
para observar los síntomas que culminaron en una severa convulsión en todo el lado derecho
del cuerpo. El personal del hospital compartió esta vez el diagnóstico de epilepsia, debida
posiblemente a una lesión cerebral en el hemisferio izquierdo.
Dos meses más tarde, se produjo un tercer ataque cuando el niño aplastó
accidentalmente una mariposa con la mano, y en el hospital se hizo una modificación al
diagnóstico: ―factor precipitante: estímulo psíquico‖. En otras palabras, debido a una
patología cerebral es probable que el niño tuviera un umbral más bajo para la explosión del
ataque convulsivo; pero era un estímulo psíquico, la idea de la muerte, lo que le precipitaba
por sobre dicho umbral. Por otra parte, ni la historia de su nacimiento, ni el desarrollo de su
infancia, ni el estado neurológico entre los ataques mostraban una patología específica.
Gozaba de excelente salud general. Estaba bien alimentado y sus ondas cerebrales en esa
época sólo indicaban que la epilepsia ―no podía excluirse‖.
¿Cuál era el ―estímulo psíquico‖? Evidentemente, tenía que ver con la muerte: un topo
muerto, una mariposa muerta, y entonces recordamos el comentario de la madre en el
sentido de que durante su primer ataque había tenido el mismo aspecto que su abuela
moribunda.
He aquí los hechos que rodean la muerte de la abuela: Algunos meses antes, la abuela
paterna había visitado por primera vez el hogar de la familia X. Se produjo una excitación que
perturbó a la madre más profundamente de lo que ella suponía. La visita implicaba
someterse a un examen: ¡habría cumplido con su deber para con su esposo y su hijo?
También había cierta ansiedad con respecto a la salud de la abuela. Se advirtió al niño, que
por aquella época disfrutaba molestando a la gente, que el corazón de la abuela no era
demasiado fuerte. Él prometió no molestarla y, al principio, todo anduvo bien. No obstante, la
madre raramente dejaba solos al niño y a la abuela, sobre todo porque aquel no parecía
soportar muy bien el control forzoso. La madre pensaba que el niño estaba cada vez más
pálido y tenso. Cierto día, cuando la madre decidió salir y dejar al niño al cuidado de su
suegra, al regresar encontró a la anciana, en el piso presa de un ataque cardíaco. Según
informó más tarde la abuela, Sam se había trepado a una silla y se había caído. Existían
múltiples motivos para sospechar que la había molestado y que habría hecho
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deliberadamente algo que ella le rogó que no hiciera. La abuela estuvo enferma durante
largos meses, no logró recuperarse, y, finalmente, murió unos pocos días antes del primer
ataque del niño.
Se imponía llegar a la conclusión de que lo que los médicos habían denominado
―estímulo psíquico‖ tenía que ver en este caso con la muerte de la abuela. En realidad, la
madre recordó luego algo que en su momento no le pareció pertinente, a saber, que Sam, en
el momento de acostarse la noche antes del ataque, había acomodado sus almohadas en la
misma forma en que lo hacía la abuela para evitar la congestión, y que se había dormido casi
sentado, igual que su abuela.
Por extraño que parezca, la madre insistió en que el niño nada sabía sobre la muerte de
la abuela. A la mañana del día siguiente le dijo que la abuela se había ido de viaje a Seattle.
Sam lloró y exclamó: ―¿Porqué no se despidió de mí?‖ Se le respondió que no había tenido
tiempo. Luego, cuando sacaron de la casa una caja larga, grande y misteriosa, la madre le
dijo que contenía los libros de la abuela. Pero Sam nunca había visto a la vuela traer o usar
tantos libros, y no podía comprender porque tantos parientes que había acudido
presurosamente, derramaban tantas lágrimas junto a un cajón lleno de libros. Desde luego,
dudé de que el niño realmente hubiera creído la historia; de hecho, la madre había quedado
desconcertada ante una cantidad de comentarios hechos por el pequeño. Cierta vez, cuando
deseaba que encontrara algo que él se negaba a buscar, Sam le dijo en tono burlón: ―Se ha
ido de viaje, a Seattle‖. En el grupo de juego al que ingresó s tarde como parte del plan
terapéutico, este niño, habitualmente vigoroso, solía perderse en ensoñaciones y construir
innumerables variaciones de cajas rectangulares, cuya abertura cerraba cuidadosamente.
Sus preguntas en esa época justificaban la sospecha de que experimentaba con la idea de
estar encerrado en una caja rectangular. Pero se nea escuchar la tardía explicación de la
madre, ofrecida casi en tono de súplica, en el sentido de que en realidad la abuela había
muerto. ―Estas mintiendo‖, le respondía. ―Está es Seattle. Voy a volver a verla‖.
A partir de los pocos sucesos ofrecidos hasta ese momento acerca del niño, debe
resultar evidente que era un muchachito obstinado, vigoroso y precozmente inteligente, que
no se dejaba engañar con facilidad. Sus ambiciosos progenitores tenían grandes planes para
su único hijo: con su inteligencia podría ingresar a un college y luego estudiar medicina en el
Este, o quizás abogacía. Alentaban en él la expresión vigorosa de su precocidad y curiosidad
intelectuales. Siempre había sido obstinado y ya a los pocos días de su nacimiento se había
mostrado incapaz de aceptar como respuesta un ―no‖ o un ―quizás‖. En cuanto pudo extender
los brazos empezó a dar golpes, tendencia que no resultaba absurda en el vecindario en que
nació y se crió, un barrio de población mixta, donde debe haber aprendido desde muy
temprano que convenía pegar primero, por si acaso. Pero ahora vivían en una ciudad
pequeña y próspera, en la que eran la única familia judía. Tuvieron que enseñarle a no
pegarle a los otros chicos, a no hacer muchas preguntas a las mujeres y, por amor a Dios así
como en beneficio de los negocios, a tratar bien a los gentiles. En su medio ambiente
anterior, la imagen ideal presentada a Sam había sido la de un muchachito ―duro‖ en la calle
y un chico despierto en el hogar. Ahora el problema consistía en convertirse rápidamente en
lo que los gentiles de clase media llamarían ―un muchachito encantador, a pesar de ser
judío‖. Sam había realizado una tarea de notable inteligencia al adaptar su agresividad y
convertirse en un ingenioso bromista.
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Aquí el ―estímulo psíquico‖ cobra mayores dimensiones. En primer lugar, siempre había
sido un niño irritable y agresivo. Los intentos de restricción por parte de los otros siempre
provocaban su cólera; sus propios intentos por controlarse traían apareada una intolerable
tensión. Podríamos hablar aquí de su intolerancia constitucional, entendiendo por
―constitucional‖ únicamente la imposibilidad de atribuirla a nada previo; siempre había sido
así. Debo agregar, sin embargo, que su cólera nuca duraba demasiado y que no solo era
muy afectuoso, sino también notablemente expresivo y exuberante, rasgos que lo ayudaban
a adoptar el rol de quien hace travesuras sin mal intención. Por la época en que se produjo la
llegada de la abuela, sin embargo, algo lo había privado de su sentido del humor: había
golpeado duramente a un compañero, había corrido un poquito de sangre, y a él lo habían
amenazado con el ostracismo. Sam, el vigoroso extrovertido, se había visto obligado a
permanecer en su casa junto a la abuela a quien no podía molestar.
¿Su agresividad formaba parte de una constitución epiléptica? No lo sé. No había nada
febril o agitado en su vigor. Es cierto que sus tres ataques principales estuvieron
relacionados con ideas sobre la muerte, y que los dos últimos tuvieron que ver con el
alejamiento de su primero y su segundo terapeuta, respectivamente. También es verdad que
sus muchos más frecuentes ataques menores, que consistían en quedarse con la mirada fija,
hacer arcadas, y breves desmayos de los que se recuperaba diciendo, preocupado, ―¿Qué
ocurrió?‖, a menudo se produjeron inmediatamente después de actos o palabras agresivos
de su parte. Podía arrojar una piedra a un desconocido, o bien decir: ―Dios es un zorrino‖, o
―Todo el mundo está lleno de zorrinos‖, o (a su madre): ―Eres una madrastra‖. ¿Eran éstos
estallidos de agresión primitiva que se veía luego obligado a expiar a través de un ataque?
¿O bien constituían intentos desesperados de descargar a través de una acción violenta el
presagio de un ataque inminente?
Tales fueron las impresiones que reuní leyendo la historia clínica del médico y los
informes de la madre cuando me hice cargo del tratamiento del niño, unos dos años después
del comienzo de su enfermedad. Y pronto habría de presenciar uno de sus accesos
menores. Habíamos estado jugando al dominó, y a fin de poner a prueba el umbral lo hice
perder persistentemente, lo cual no me resultó fácil. Palideció y fue perdiendo toda su
vivacidad. De pronto se puso de pie, tomó una muñeca de goma y me la arrojó con fuerza a
la cara. Luego su mirada se volvió inexpresiva y adquirió fijeza, tuvo arcadas como si fuera a
vomitar y un desmayo pasajero. Al volver en sí, dijo con voz ronca y apremiante: ―Sigamos‖,
y acomodó mis piezas, que se habían caído. Los niños tienden a expresar en las
configuraciones espaciales lo que no pueden o no se atreven a decir. Al reacomodar las
piezas apresuradamente, hizo una configuración rectangular: una copia en miniatura de las
grandes cajas que solía construir previamente en la Nursery School. Todas las piezas
miraban hacia adentro. Ya del todo consciente, observó lo que había hecho y sonrió
débilmente.
Sentí que estaba en condiciones de escuchar lo que yo creía entender. Entonces produjo
este diálogo:
Le dije Si quisieras ver los puntos de tus piezas, tendrías que estar dentro de esta
pequeña caja, como una persona muerta en un ataúd‖.
Sí‖, murmuró.
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—―Eso debe significar que tienes miedo de tener que morir porque me golpeaste‖.
Casi sin aliento, preguntó: ―¿Tengo que morirme?
―Claro que no. Pero cuando se llevaron a tu abuela en el ataúd probablemente
pensaste que la habías hecho morir y, por eso tenías que morir también. Por eso
construías esas cajas grandes en tu escuela, así como hiciste esta pequeña. Debes
haber pensado que te ibas a morir cada vez que tenías uno de esos ataques.‖
―Sí‖, respondió, algo avergonzado, porque en realidad nunca había admitido ante
haber visto el cadáver de su abuela, lo cual significaba que sabía que ella había
muerto
A esta altura se podría pensar que hemos aclarado el caso. Mientras tanto, sin embargo,
también había trabajado con la madre y me había enterado del papel, sin duda importante,
que ella había desempeñado en la historia. Pues podemos estar seguros de que cualquiera
que sea el ―estímulo psíquico‖ presente en la vida del niño, es idéntico al conflicto más
neurótico de su madre. En realidad, la madre logró luego recordar, a pesar de una severa
resistencia emocional, un incidente durante el cual Sam le había arrojado una muñeca a la
cara mientras ella se encontraba muy atareada haciendo los preparativos para la llegada de
su suegra. Lo haya hecho ―deliberadamente‖ o no, tuvo muy buena puntería: le aflojó uno de
los dientes de adelante. Un diente es una posesión muy valiosa en más de un sentido. La
madre le devolvió el golpe, con mayor fuerza y mayor rabia que nunca. No había exigido que
se le devolviera diente por diente, pero había desplegado una cólera que ni ella ni él sabían
que podía experimentar.
¿O lo supo el niño antes que ella? Éste es un punto crucial, pues creo que la escasa
tolerancia de este niño para la agresión se veía acentuada por la connotación general de
violencia en su familia. Más allá del conflicto individual, todo el medio ambiente de estos hijos
de quienes huyeron de los ghettos y los progroms está invadido por el problema del destino
especial de los judíos frente a la cólera y la violencia. Todo había comenzado
significativamente con un Dios que era poderoso, colérico y vengativo, pero también
tristemente atribulado, actitudes que había legado a los sucesivos patriarcas, desde Moisés
hasta los abuelos de este niño. Y todo había concluido con la inerme impotencia del pueblo
judío, elegido pero disperso, frente al mundo circundante de gentiles siempre potencialmente
violentos. Esta familia había desafiado el destino judío al aislarse en una ciudad gentil; pero
llevaban su destino en ellos como una realidad interior, en medio de todos esos gentiles que
no los negaban activamente en su nueva aunque incierta seguridad.
Aquí es importante agregar que nuestro paciente se había visto envuelto en el conflicto
de sus padres con sus antepasados y con los vecinos, en el momento más inoportuno para
él, pues pasaba por una etapa de la maduración caracterizada por una intolerancia a toda
restricción. Me refiero al rápido aumento de la energía locomotora, la curiosidad mental, y el
tipo sádico de masculinidad infantil que por lo común aparece alrededor de los tres o cuatro
años, y se manifiesta de acuerdo con las diferencias en las costumbres y el temperamento
individual. No cabe duda de que nuestro paciente había sido precoz en éste y en otros
sentidos. En esa etapa cualquier niño es propenso a mostrar una mayor intolerancia a la
restricción con respecto al libre movimiento y a las preguntas persistentes. Un vigoroso
aumento de la iniciativa, Tanto en la acción como en la fantasía, vuelve al niño que se
encuentra en esta etapa particularmente vulnerable al principio del talión y él había llegado
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a una distancia desagradablemente corta del castigo ―diente por diente‖. En esa etapa, a un
niño le gusta fingir que es un gigante porque tiene miedo de los gigantes, ya que sabe muy
bien que sus pies son demasiado pequeños para las botas que calza en sus fantasías.
Además, la precocidad implica siempre un relativo aislamiento y un perturbador desequilibrio.
Así, pues, su tolerancia frente a las ansiedades de sus padres era específicamente baja en el
momento en que la llegada de la abuela sumó conflictos ancestrales latentes a los problemas
sociales y económicos del momento.
Este es, pues, nuestro primer ―espécimen‖ de una crisis humana. Pero, antes de seguir
disecándolo, permítase decir unas palabras sobre el procedimiento terapéutico. Se hizo un
intento por sincronizar la tarea pediátrica con la psicoanalítica. Las dosis de sedantes fueron
disminuyendo gradualmente a medida que la observación psicoanalítica comenzaba a
discernir, y el insight a fortalecer, los puntos débiles en el umbral emocional del niño. Los
estímulos específicos para esas áreas débiles se consideraron no sólo con el niño sino
también con sus padres, a fin de que éstos pudieran examinar su papel en el desarrollo de la
perturbación y llegaran a algún insight antes de que su precoz hijo los superara en cuanto a
la comprensión de ellos y de sí mismo.
Cierta tarde, poco después del episodio en que me arrojó una muñeca a la cara, nuestro
pequeño paciente se acercó a la madre, que descansaba en un diván. Le puso la mano
sobre el pecho, y dijo: ―Sólo un chico muy malo querría saltar sobre su mamita y pisarla; sólo
un chico muy malo querría hacer eso. ¿No es así, mamita?‖ La madre se rió y dijo: ―Estoy
segura de que a ti te gustaría hacerlo ahora. Creo que un chico bueno puede pensar que
tiene ganas de hacerlo, pero sabría que en realidad no lo desea‖, o algo por el estilo: es difícil
decir esas cosas y los términos exactos no son demasiado importantes. Lo que importa es su
espíritu, y la implicación de que hay dos maneras distintas de desear una cosa, que pueden
separarse mediante la auto observación y comunicarse a los otros. ―Sí‖, respondió Sam,
―pero no lo haré‖. Luego agregó: ―El señor E. siempre me pregunta por qué arrojo cosas. El
arruina todo‖. Y agregó rápidamente: ―Esta noche no habrá ninguna escena, mamita‖.
Así, el niño aprendió a compartir su auto observación con la misma madre contra la que
solían apuntar sus rabietas, y a convertirla en una aliada de su insight. Era de máxima
importancia establecer esa posibilidad, pues le permitía al niño advertir a su madre y a
mismo toda vez que sentía la proximidad de esa peculiar cólera cósmica o cuando percibía
indicaciones somáticas (a menudo muy leves) de un ataque. Ella se ponía inmediatamente
en contacto con el pediatra, quien estaba plenamente informado y se mostraba sumamente
cooperativo, y aconsejaba alguna medida preventiva. En esta forma, los ataques menores se
redujeron a acontecimientos raros y fugaces que el niño aprendió gradualmente a manejar
con un mínimo de conmoción. No se produjeron ataques serios.
Al llegar a este punto el lector tendría derecho a protestar en el sentido de que tales
ataques en un niño pequeño podrían haber desaparecido sin necesidad de recurrir a
procedimientos tan complicados. Es posible que así sea. No se pretende afirmar aquí que se
ha logrado una cura de la epilepsia mediante el psicoanálisis. Reclamamos menos y, en
cierto sentido, aspiramos a más.
Hemos investigado el ―estímulo psíquico‖ que en un periodo particular del ciclo de vida
del paciente contribuyó a poner de manifiesto una potencialidad latente para los ataques
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epilépticos. Nuestra forma de investigación permite alcanzar conocimientos en la medida en
que proporciona insight al paciente, y lo corrige en la medida en que se convierte en una
parte de su vida. Cualquiera que sea su edad, recurrimos a su capacidad para auto-
examinarse, para comprender y para planear. Al hacerlo, podemos efectuar una cura o
acelerar una curación espontánea, lo cual constituye una contribución considerable si se
tiene en cuenta el daño hecho por el mero carácter habitual y repetitivo de tales tormentas
neurológicas severas. Pero si bien no pretendemos haber logrado curar la epilepsia, nos
gustaría creer en principio que con estas investigaciones terapéuticas sobre un fragmento de
la historia de un niño, ayudamos a toda una familia a aceptar una crisis en su seno como una
crisis en la historia familiar, pues una crisis psicosomática es emocional en la medida en que
el individuo enfermo responde específicamente a las crisis latentes en las personas
significativas que lo rodean.
Sin duda, esto no tiene nada que ver con hacer o aceptar reproches por el trastorno. En
realidad, los autorreproches de la madre en el sentido de que ella podía haber dañado el
cerebro de su hijo al darle aquella fuerte bofetada, constituían gran parte del ―estímulo
psíquico‖ que buscábamos, ya que aumentaban y reforzaban ese temor general a la
violencia que caracterizaba la historia de la familia. Sobre todo, el temor de la madre a
haberlo dañado era la contraparte y, por ende, un refuerzo emocional, de lo que finalmente
entendemos que constituía el ―estímulo psíquico‖ patógeno realmente dominante que los
médicos de Sam querían que encontráramos, a saber, el temor del niño a que también su
madre pudiera morir, debido al golpe que le diera en el diente y a sus acciones y deseos
sádicos más generales.
No, la culpa no constituye una ayuda. Mientras exista un sentimiento de culpa, también
hay intentos irracionales por compensar el daño realizado, y tal reparación impregnada de
culpa a menudo trae apareado más daño. Lo que cabría esperar que el paciente y su familia
obtuvieran de nuestro estudio sobre su historia es una más profunda humildad frente a los
procesos que nos gobiernan, y la capacidad para pasar por ellos con mayor simplicidad y
honestidad. ¿Cuáles son esos procesos?
La naturaleza de nuestro caso sugiere la necesidad formular tres procesos
inherentes para entender una experiencia así:
a) El primero de estos procesos es inherentes al organismo. En estas páginas nos
referimos al organismo como un proceso antes que como una cosa, pues nos interesa la
cualidad homeostática del organismo viviente y no los ítems patológicos que la sección o
la disección permitirían demostrar. Nuestro paciente padecía un trastorno somático de un
tipo y una intensidad que sugieren la posibilidad de una irritación cerebral somática de
origen anatómico, tóxico, u otro. No fue posible demostrar ese daño, pero debemos
preguntarnos qué carga significa su presencia en la vida de este niño. Aunque fuera
posible demostrar la existencia de ese daño, ello sólo constituiría una condición potencial,
aunque necesaria, para la convulsión. No podría considerarse como su causa, pues
debemos suponer que son numerosos los individuos que viven con una patología cerebral
similar sin tener jamás una convulsión. El daño cerebral, entonces, se limitaría a facilitar la
descarga de tensión, cualquiera que fuera la fuente, a través de tormentas convulsivas. Al
mismo tiempo, serviría para recordar permanentemente la presencia de un punto interno
de peligro, de una escasa tolerancia para la tensión. Puede decirse que tal peligro interior
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vuelve aún más bajo el umbral del niño para los peligros exteriores, sobre todo cuando se
los percibe en las irritabilidades y ansiedades de los padres, cuya protección es tan
fundamentalmente necesaria, precisamente debido al peligro interior. Así, resulta
imposible establecer, como en tantos otros casos, si la lesión cerebral determina la mayor
impaciencia e irritabilidad del niño o si su irritabilidad (que compartía con otros familiares y
a la que estaba expuesto en su contacto con ellos) hace que su lesión cerebral resulte
más significativa que en un niño de otro tipo y entre personas distintas.
Por lo tanto sólo podemos afirmar que en la época de la crisis la ―constitución‖ de Sam, así
como su temperamento y su etapa del desarrollo, tenían tendencias específicas en común;
todos convergían en la intolerancia a las restricciones a la libertad locomotora y la
expresión agresiva.
B) Pero las necesidades de Sam con respecto a su actividad muscular y mental no eran tan
sólo de naturaleza fisiológica, sino que constituían un factor importante del desarrollo de
su personalidad y formaban parte, por lo tanto, de su equipo defensivo. En las situaciones
de peligro, Sam utilizaba lo que llamamos mecanismo de defensa ―contrafóbico‖: cuando
se sentía atemorizado, atacaba, y cuando enfrentaba un conocimiento que otros quizás
preferirían evitar por perturbador, hacía preguntas con ansiosa persistencia. Tales
defensas, a su vez, eran educadas a las sanciones de su medio ambiente temprano, que
lo consideraba más encantador cuanto más rudo y despierto se mostraba. Por lo tanto al
desplazar el foco, muchos de los ítems que originalmente figuraban como partes de su
constitución fisiológica y mental, terminan por pertenecer a un segundo proceso de
organización, que llamaremos la organización de la experiencia en el yo-individual
o Psíquica. Como se verá con mayores detalles, este proceso central protege la
coherencia y la individualidad de la experiencia al preparar al individuo para los choques
que pueden ser el resultado de discontinuidades súbitas tanto en el organismo como en el
medio ambiente, al permitirle anticipar los peligros internos y externos y al integrar lo
constitucional con las oportunidades sociales. Así, asegura al individuo un sentimiento de
individuación e identidad coherentes: de ser uno mismo, de ser aceptable y de encontrarse
en camino de llegar a ser lo que la otra gente, con su enfoque más bondadoso, considera
que somos. Resulta evidente que nuestro muchachito trató de convertirse en un travieso y
un preguntón inteligente, papel que en un comienzo había encontrado eficaz frente al
peligro y que ahora, según comprobaba, lo provocaba. Hemos descrito en qué forma su
papel (que servía para prepararlo para el rol adulto intelectual judío) se desvalorizó
temporariamente debido a sucesos ocurridos en el vecindario y en el hogar. Tal
devaluación dejó fuera de combate al sistema defensivo: cuando lo ―contrafóbico‖ no
puede atacar, el niño se siente expuesto al ataque, lo espera e incluso lo provoca. En el
caso de Sam el ―ataque‖ venía de una fuente somática.
C) Con todo, los ―roles‖ surgen del tercer principio de organización: El social. El ser
humano de todas las épocas, desde el primer puntapié in utero hasta el último suspiro,
está organizado en agrupamientos de coherencia geográfica e histórica: familia, clase,
comunidad, nación. Así, un ser humano es siempre un organismo, un yo, y un miembro de
una sociedad, y está involucrado en los tres procesos de organización. Su cuerpo está
expuesto al dolor y la tensión; su yo, a la ansiedad, y como miembro de una sociedad, es
susceptible al pánico que emana de su grupo.
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Llegamos aqa nuestros postulados clínicos. Parece evidentemente que no hay
ansiedad sin tensión somática; pero también debemos aprender que no hay ansiedad
individual (Psíquica) que no refleje una preocupación latente común al grupo inmediato y al
más amplio. Un individuo se siente aislado y excluido de las fuentes de fortaleza colectiva
cuando (aunque sólo en forma secreta) asume el rol que se considera particularmente malo,
sea el borracho o asesino, ―mariquita‖ o tonto, cualquiera que sea la designación habitual de
la inferioridad que se utilice en su grupo. En el caso de Sam, la muerte de la abuela sólo
sirvió para confirmar lo que los niños gentiles (o más bien sus padres) habían señalado, esto
es, que era un muchachito terriblemente malo. Por detrás de todo esto, desde luego, existe el
hecho de que era distinto, de que era un judío, problema que ocupaba su atención no sólo y
ni siquiera primariamente a causa de sus vecinos, ya que sus propios padres le señalaban
permanentemente que un niño judío debe ser particularmente malo. Aquí sería necesario que
nuestra investigación, a fin de hacer justicia a todos los
hechos pertinentes, nos llevara otra vez a la historia
general; tendría que reconstruir el destino de esta familia
partiendo desde esa ciudad norteamericana hasta un
ghetto en una remota provincia oriental de Rusia y a todos
los hechos brutales de la gran Diáspora.
Con todo ello podemos referirnos a tres procesos:
el proceso somático, el proceso yoico o psicológico y
el proceso social. En la historia de la ciencia estos tres
procesos han pertenecido a tres disciplinas científicas
distintas- biología, psicología y ciencias sociales-
cada una de las cuales, mentes individuales y conjuntos sociales. El conocimiento así
obtenido se refiere a hechos y cifras, a localización y causa; y ha traído como resultado una
controversia sobre la asignación de cada ítem a uno u otro proceso. Nuestro pensamiento
está dominado por esta tricotomía porque sólo a través de las metodologías inventivas de
estas disciplinas es posible alcanzar algún conocimiento. Por desgracia, sin embargo, este
conocimiento está sujeto a las condiciones bajo las cuales se obtuvo: el organismo que sufre
una disección o un examen; la mente entregada al experimento o al cuestionario; los
conjuntos sociales desplegados sobre tablas estadísticas. En todos estos casos, pues, una
disciplina científica distorsiona la cuestión estudiada al disolver activamente su situación de
vida total a fin de poder hacer un corte aislado que sea susceptible a la aplicación de una
serie de instrumentos o conceptos.
Nuestro problema clínico, y nuestro prejuicio, son distintos. Estudiamos crisis humanas
individuales comprometiéndonos terapéuticamente con ellas. Al hacerlo, comprobamos que
los tres procesos mencionados son tres aspectos de un mismo proceso, esto es,
la vida humana, acentuando de igual manera ambos términos. La tensión somática, la
ansiedad individual y el pánico grupal son, entonces, sólo distintas maneras en que la
ansiedad humana se presenta a los distintos métodos de investigación. La formación clínica
debería incluir los tres métodos, ideal que los trabajos incluidos en este libro persiguen
tentativamente. Cuando examinamos cada ítem pertinente en un caso dado, no podemos
eludir la convicción de que el significado de un ítem que puede ser ―localizado‖ en uno de los
Psíquico
Somático
Social
Constitución
del YO
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tres procesos está codeterminado por su significado en los otros dos. Un ítem en uno de los
procesos gana en importancia al dar y recibir significación de ítems en los otros procesos.
Confiamos en que gradualmente podremos encontrar palabras más adecuadas para tal
relatividad en la existencia humana.
Así, de la catástrofe descrita en nuestro primer ejemplo, no conocemos ninguna ―causa‖.
En cambio, encontramos en los tres procesos una convergencia de intolerancias específicas
que vuelven la catástrofe retrospectivamente inteligible y probable. La plausibilidad así
obtenida no nos permite retroceder y anular las causas. lo nos hace comprender un
continuo, en el que la catástrofe señaló un acontecimiento decisivo, acontecimiento que
ahora arroja su sombra sobre los mismos ítems que parecen haberla causado. La catástrofe
se ha producido, y ahora debemos introducirnos como agente curativo en la situación
postcatastrófica. Nunca sabremos cómo fue su vida antes de que nosotros cómo fue su vida
antes de que nosotros interviniéramos en ella. Éstas son las condiciones bajo las que
realizamos la investigación terapéutica.
A fin de encontrar términos de comparación y de confirmación, pasaremos ahora a otra crisis,
esta vez en un adulto. El síntoma evidente es, también aquí, somático y consiste en una severa
cefalea crónica, que debe su comienzo a una de las exigencias de la vida social adulta, el combate en
la guerra.
2.- Una Crisis de Combate en un
Infante de Marina
[32 a la 40]
Un joven maestro de poco más de treinta años fue dado de baja de las fuerzas armadas en
calidad de ―baja psiconeurótica‖. Sus ntomas, fundamentalmente dolores de cabeza invalidantes,
persistieron en su primera tarea civil. En una clínica para veteranos se le preguntó cómo había
comenzado todo. He aquí la respuesta:
Un grupo de infantes de marina, que acababa de desembarcar, se encontraban sumidos en la
profunda oscuridad de una playa del Pacífico, muy cerca del fuego enemigo. Habían sido alguna vez,
y seguían actuando como si lo fueran, un grupo de hombres duros y turbulentos, seguros de poder
―aguantar cualquier cosa‖. Siempre habían sentido que podrían confiar en que los oficiales los
relevarían después del asalto inicial y que la vulgar infantería se ocuparía de mantener las posiciones
conquistadas. En cierto sentido, siempre habían considerado que la mera defensa iba contra el
espíritu esencial de su cuerpo. Con todo, es había ocurrido en esta guerra, y por ello habían estado
expuestos no sólo a un maldito fuego furtivo que parecía surgir de la nada, sino también a una
extraña mezcla de asco, rabia y temor que sentían en el estómago.
Y allí estaban otra vez. El fuego ―de apoyo‖ de la marina no les habían servido de gran ayuda.
Parecía que otra vez las cosas habían salido mal. ¿Y si fuera cierto que los oficiales los consideraban
carne de cañón?
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Entre esos hombres estaba nuestro paciente. Lo último que se le hubiera ocurrido en ese
momento es que él mismo pudiera llegar alguna vez a ser un paciente. En realidad, pertenecía al
cuerpo de sanidad. Desarmado, según la costumbre, parecía insensible a la ola lentamente creciente
de rabia y pánico que dominaba a los hombres; era como si no pudiera alcanzarlo. De alguna
manera, se sentía en su lugar como enfermero. Las quejas de los demás le parecían infantiles.
Siempre le había gustado trabajar con niños y siempre se lo había considerado particulamente eficaz
con los chicos difíciles. Pero él mismo estaba lejos de serlo. En realidad, al comienzo de la guerra
había elegido el cuerpo de sanidad porque no podía soportar la idea de empuñar un arma. No sentí
odio hacia nadie. (al reiterar ahora este elevado sentimiento, se hizo evidente que todo eso era
demasiado bueno como para ser cierto, sobre todo en el caso de la Infantería de Marina, pues no
bebía ni fumaba ni maldecía jamás.) En aquel momento lo hacía sentir bien la posibilidad de mostrar
que podía soportar eso y mucho más, que podía ayudar a esos muchachos a soportar la situación y
serles útil cuando su misión agresiva había concluido. Se mantuvo cerca del oficial médico, un
hombre parecido a él a quien podía respetar y admirar.
Nuestro enfermero nuca pudo recordar del todo qocurrió durante el resto de la noche. Sólo
tenía receurdos aislados, más oníricos que reales. Afirma que se ordenó a los hombres del cuerpo de
sanidad que descargaran municiones en lugar de levantar un hospital; que el oficial médico, no se
sabe bien por qué, se volvió muy agresivo e insultante y que en algún momento durante la noche
alguien le puso una ametralladora entre las manos. Aquí terminan sus recuerdos.
A la mañana siguiente, el paciente (pues ahora lo era) se encontró en el hospital finalmente
improvisado. De la noche a la mañana había desarrollado una severa fiebre intestinal. Pasó el a
bajo la acción de sedantes; al caer la noche el enemigo atacó desde el aire. Todos los hombres que
estaban en condiciones de hacerlo buscaron refugio o ayudaron a los enfermos a encontrarlo. Él
estaba inmovilizado y, peor aún, imposibilitado para ayudar. Por primera vez sintió miedo, como
tantos hombres valerosos, en el momento en que se encuentran yaciendo de espaldas, sin
posibilidad de realizar actividad alguna.
Al día siguiente lo evacuaron. Cuando no se encontraba bajo el fuego enemigo se sentía más
tranquilo, o por lo menos así lo creía, hasta que sirvieron la primera comida a bordo. El ruido metálico
de los utensilios le perforó la cabeza como una salva de disparos. Era como careciera de toda
defensa contra esos ruidos, que eran tan intolerables que tuvo que arrastrarse y meterse de bajo de
una frazada mientras los otros comían.
Desde ese momento su vida convirtió en un tormento a causa de los espantosos dolores de
cabeza. Cuando libraba de ellos temporariamente, estaba inquieto, temeroso de todo posible ruido
metálico y furioso cuando escuchaba alguno. Su fiebre (o lo que podía haberla causado) desapreció;
pero sus dolores de cabeza y su nerviosidad lo obligaron a regresar a los Estados Unidos, donde lo
dieron de baja.
¿Cuál era el núcleo de su neurosis? Pues se trataba sin duda de una neurosis de guerra‖, si
aceptamos el diagnóstico de sus médicos. Desde el punto de vista psicológico, la fiebre y el estado
tóxico habían justificado su primer dolor de cabeza, pero sólo ése.
Aquí debemos preguntar algo aparentemente muy alejado de los dolores de cabeza: ¿por qué se
trataba de un hombre tan bueno? Pues incluso ahora, aunque estaba prácticamente rodeado por
molestas circunstancias de postguerra, parecía incapaz de verbalizar y dar rienda suelta a su rabia.
De hecho, pensaba que la cólera insultante de su oficial médico aquella noche lo había llenado de
ansiedad al desilusionarlo. ¿Por qué era tan bueno y lo escandalizaba tanto la rabia?
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Le pedí que tratara de sobreponerse a su aversión por la rabia y me enumerara las cosas que lo
habían irritado, aunque fuera levemente, durante los días precedentes a la entrevista. Mencionó la
vibración de los ómnibus, las voces muy agudas, como las de los niños dedicados a alguna tarea; el
chirrido de los neumáticos; el recuerdo de las trincheras llenas de hormigas y lagartos; la pésima
comida de la Marina; la última bomba que había explotado muy cerca; las personas desconfiadas; las
personas ladronas; la gente soberbia y vanidosa ―de cualquier raza, color o religión‖; el recuerdo de
su madre. Las asociaciones del paciente habían llevado desde los ruidos metálicos y otros recuerdos
de guerra a los robos, la desconfianza… y su madre.
Según parecía, no veía a su madre desde los catorce años. Por aquella época su familia estaba
en un momento de declinación económica y moral. Abandonó el hogar abruptamente cuando la
madre, borracha y furiosa, lo apuntó con un revólver. Se apoderó del arma, la destrozó y arrojó por la
ventana. Luego se fue para siempre. Había obtenido la ayuda secrete de su jefe, un hombre muy
paterna. A cambio de su protección y guía, le había prometido no beber ni maldecir ni permitirse
gratificación sexual alguna, y no tocar jamás un arma. Había llegado a ser un buen estudiante y
maestro y un hombre de temperamento excepcionalmente tranquilo, por lo menos en la superficie,
hasta esa noche en la playa del Pacífico, cuando entre la cólera y el pánico crecientes de los
hombres, su paternal oficial superior explotó con una serie de violentos insultos y cuando,
inmediatamente después alguien le puso una ametralladora en las manos.
La neurosis de guerra de este tipo ha sido numerosa. Sus víctimas se encontraban en un estado
constante de pánico potencial. Se sentían atacadas o en peligro frente a ruidos fuertes o repentinos,
así como por síntomas que conmovían su cuerpo: palpitaciones, olas de calor febril, dolores de
cabeza. Con todo, estaban igualmente impotentes frente a sus emociones: rabia y ansiedad infantiles
sin motivo alguno y provocadas por cualquier cosa que fuera demasiado súbita o intensa, una
percepción o un sentimiento, un pensamiento o un recuerdo. Lo que estaba enfermo en esos
hombres, por lo tanto, era su síntoma de selección, su capacidad para no prestar atención a miles de
estímulos que percibimos en cualquier momento dado, pero que podemos ignorar en beneficio de
aquello en lo que estamos concentrados. Peor aún, esos hombres no podían dormir profundamente ni
soñar bien. A través de largas noches vagaban entre El Escila de ruidos molestos y el Caribdis de los
sueños angustiosos que terminaban por sacarlos de los momentos de dormir profundo que tanto les
costaba lograr. Durante el día, eran incapaces de recordar ciertas cosas; en sus propios vecindarios
se sentían perdidos o de pronto descubrían, en la conversación, que habían entendido las cosas mal.
No podían confiar en los procesos característicos del yo mediante los cuales se organizan el tiempo y
el espacio y se verifica la verdad.
¿Qué había ocurrido? ¿Eran éstos los síntomas de nervios físicamente sacudidos y
somáticamente dañados? En algunos casos, es indudable que la situación comenzó con daño de ese
tipo, o por lo menos con una traumatización momentánea. Las más de las veces, sin embargo,
diversos factores se combinaron para provocar una crisis real y para hacerla duradera. El caso
presentado incluía todos estos factores: una declinación en el estado de ánimo del grupo y el
desarrollo gradual de un pánico grupal imperceptible debido a la falta de confianza en los oficiales; la
inmovilización bajo el fuego enemigo que era imposible localizar y devolver; la tentación de ―aflojar‖
en una cama de hospital y, por último, la evacuación inmediata y un conflicto perdurable entre dos
voces interiores, una de las cuales decía: ―no seas tonto, deja que te lleven a casa‖, y la otra: ―No les
falles a los demás, si ellos pueden aguantarlo, tú también‖.
Lo que más me impresionó en esos hombres fue la pérdida del sentimiento de identidad. Sabían
quiénes eran; tenían una identidad personal. Pero era como si, subjetivametne, sus vidas ya no
tuvieran cohesión y nunca pudieran recuperarla. Había un trastorno central de lo que entonces
comencé a denominar identidad yoica. A esta altura, basta decir que ese sentimiento de identidad
permite experimentar al mismo como algo que tiene continuidad y mismidad, y actuar en
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consecuencia. En muchos casos, hubo, en el momento decisivo en la historia del derrumbe, un ítem
aparentemente inocente, tal como el arma en las manos renuentes de nuestro enfermo: un símbolo
del mal, que ponía en peligro los principios mediante los cuales el individuo había intentado
salvaguardar su integridad personal y su status social en este súbito pensamiento: tendría que estar
ahora en casa, pintando el techo o pagando aquella cuenta, o teniendo una entrevista con este jefe o
visitando a usa muchacha y el desesperante sentimiento de que todo eso nunca ocurriría. Esto, a su
vez, parecía estar intrínsecamente entrelazado con un aspecto de la vida norteamericana que será
considerado detalladamente más adelante, a saber el hecho de que mucho de nuestros jóvenes
mantienen su planes de vida y sus identidades en un niel tentativo, basándose en el principio
sugerido por el temprano curso de la historia norteamericana: un hombre debe tener, preservar y
defender la libertad del próximo paso y el derecho a elegir y a aprovechar las oportunidades. Sin
duda, también los norteamericanos terminan por establecerse y pueden mostrarse furiosamente
sedentarios. Pero establecerse con convicción presupone también la seguridad de que pueden
desplazarse si así lo desean, desplazarse geográfica y socialmente, o ambas cosas. Lo que importa
es la libre elección y la convicción de que nadie puede ―acorralarlos‖ o ―llevárselos por delante‖. Así,
los símbolos contrastantes adquieren máxima importancia, símbolos de posesión, de status, de
identidad, y símbolos de elección, de cambio y de desafío. Según la situación inmediata, estos
símbolos pueden volverse bueno o malos. En nuestro infante de marina, el arma de había convertido
en el símbolo de la decadencia de su familia y representaba todas las cosas desagradables y llenas
de rabia que él había elegido no hacer.
Así también aquí tres procesos contemporáneos, en lugar de servir de apoyo recíproco, parecen
haber agravado mutuamente sus peligros respectivos. 1) El grupo: esos hombres deseaban controlar
la situación como grupo, con una identidad definida entre las fuerzas armadas de este país. La
desconfianza en los líderes, en cambio, causó un pánico lleno de protesta. Nuestro hombre enfrentó
el pánico, que no podía de ningún modo ignorar, al asumir una actitud defensiva, tan frecuente en su
vida, a saber, que él era el líder sereno y tolerante de un grupo de niños. 2) El organismo del paciente
luchó por alcanzar la homeostasis bajo el impacto del pánico (subliminal) y los síntomas de una
infección aguda, pero se vio saboteado por la severa fiebre. Para enfrentar todo esto, nuestro hombre
llegó hasta el momento de crisis gracias a esa otra ―convicción‖ de que podía aguantar cualquier
cosa‖. 3) El yo del paciente: ya abrumado por el pánico del grupo y la fiebre en aumento, frente a
ninguno de los cuales estaba al principio dispuesto a ceder, su equilibrio se vio aún más perturbado
por la pérdida de un apoyo externo para un ideal interior: los mismo superiores en los que había
confiado le ordenaban (o así lo creyó) quebrar un voto simbólico en el que su autoestimulación estaba
precariamente basada. No cabe duda, pues, de que ese hecho abrió las compuestas de las urgencias
infantiles que él había mantenido tan rígidamente en estado latente. Pues debido a su rigidez, sólo
una parte de su personalidad había madurado realmente, mientras que la otra había encontrado
apoyo en los mismos factores que ahora se derrumbaban. Bajo tales condiciones, no pudo soportar la
inactividad bajo el bombardeo aéreo y algo en él claudicó con excesiva facilidad ante el ofrecimiento
de evacuarlo. Aquí la situación cambió y aparecieron nuevas complicaciones pues, una vez
evacuados, muchos hombres se sintieron inconscientemente obligados, por así decirlo, a seguir
sufriendo y padeciendo somáticamente, a fin de justificar la evacuación, para no hablar de la baja
posterior, que algunos hombres nunca habrían podio perdonarse de estar motivada por una ―mera
neurosis‖. Después de la Primera Guerra Mundial se atribuyó gran importancia a la neurosis de
compensación ─neurosis prolongada inconscientemente a fin de obtener una ayuda financiera
permanente. La experiencia de la Segunda Guerra Mundial ha proporcionado una mayor
comprensión de lo que podría denominarse neurosis de sobrecompensación, eso es, el deseo
inconsciente de seguir sufriendo a fin de sobrecompensar psicológicamente la flanqueza de hacer
abandonado a los otros, pues muchos de esos escapistas eran más leales de lo que ellos mismo
suponían. También nuestro escrupuloso infante de marina sentía a menudo que una bala le
atravesaba la cabeza‖, debido al tremendo dolor que experimentaba en cuanto se encontraba
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decididamente mejor, o más bien, cuando tomaba conciencia de haberse sentido bien durante algún
tiempo sin que se diera cuenta de ello.
Podríamos decir con razonable certeza que este individuo no se habría derrumbado en esa forma
particular de no haber sido por las condiciones de la guerra y el combate ─tal como la mayoría de los
médicos podrían estar razonablemente seguros de que el pequeño Sam no habría tenido
convulsiones de tal severidad sin alguna ―anuencia somática‖. En ambos caos, sin embargo, el
problema psicológico y terapéutico consiste en comprender cómo circunstancias combinadas
debitaron una defensa central y qué significado específico tiene el derrumbe consiguiente.
Las circunstancias combinadas que reconocemos constituyen una suma de cambios simultáneos
en el organismo (agotamiento y fiebre), en el yo (derrumbe de la identidad yoica) y en el medio
ambiente (pánico grupal). Estos cambios se agravan unos a otros si el carácter súbito y traumático de
una serie de cambios plantea exigencias imposibles de satisfacer al poder equilibrador de las otras
dos, o si una convergencia de los temas principales otorga a todos los cambios una especificidad
mutua elevada. Observamos una convergencia de este tipo en el caso de Sam, donde el problema de
la hostilidad alcanzó un punto crítico en su medio ambiente, su etapa de maduración, su estado
somático y sus defensas yoicas. Los casos de Sam y del infante de marina muestran otra tendencia
peligrosa, a saber, la ubicuidad del cambio, situación que se produce cuando demasiados factores
que sirven de sustento corren peligro simultáneo en las tres esferas.
Hemos prestando dos crisis humanas con el fin de ilustrar un punto de vista clínico general. Las
leyes y los mecanismos presentados no son típicos: en la rutina diaria de la clínica pocos casos
exhiben un ―comienzo‖ tan dramático y nítido. Dichos comienzos tampoco señalan en realidad el
desencadenamiento del trastorno que eventualmente dominó a estos pacientes. Sólo señalan
momentos de experiencias concentradas y representativas. Pero no nos apartamos demasiado de lo
clínico y, de hecho, del hábito histórico, cuando con fines de demostración elegimos casos destacan
en forma desusadamente dramática los principios que gobiernan lo habitual.
Tales principios pueden expresarse en una fórmula didáctica. La pertinencia de un ítem dado en
una historia clínica derivada de la de otros ítems a los que aquél confiere a su vez pertinencia y de los
cuales, por el hecho mismo de esta contribución, deriva significado adicional. Para comprender un
caso de psicopatología se procede a estudiar la serie de cambios observables que parecen más
accesibles, sea porque dominan al síntoma básico o porque uno a aprendió un enfoque metodológico
para esta serie particular de ítems, se trate de cambios somáticos, transformaciones de las
personalidad o trastornos sociales. Dondequiera que se comience hay que volver a hacerlo desde los
otros dos puntos de vista. Si se empieza con el organismo, hará que averiguar qué significados tienen
esos cambios en los otros procesos y en qué medida obstaculizan, a su vez, el intento del organismo
de recuperarse. Para comprenderlo realmente, será necesario, sin temor de caer en una indebida
publicación, volver a examinar los datos y comenzar, por ejemplo, con las variaciones en el proceso
poico, relacionando cada ítem con la etapa del desarrollo y el estado del organismo, así como con la
historia de las vinculaciones sociales del paciente. Esto, a su vez, requiere una tercera forma de
reconstrucción, a saber, la de la historia familiar del paciente y la de aquellos cambios en su vida
social que derivan su significación de los cambios corporales y el desarrollo yoico y les otorgan, a su
vez, significado. En toros términos, y ante la imposibilidad de llegar a ninguna secuencia simple o
ninguna cadena causal con una localización clara y un comienzo circunscripto, sólo una especia de
contabilidad por partida triple (o, si se lo deseo, una manera sistemática de moverse en círculos)
puede clarificar gradualmente la pertinencia y la relatividad de todos los datos conocidos. El hecho de
que esto pueda no conducir a un claro comienzo y pueda no finalizar con una clara reconstrucción de
la patogénesis ni una formulación pronostica bien fundamentada, es desafortunado desde el punto de
vista de nuestros archivos, pero quizás convenga a nuestro esfuerzo terapéutico, pues debemos estar
dispuestos no sólo a comprender sino también a influir sobre los tres procesos al mismo tiempo. Ello

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