PREFACIO A LA PRIMERA EDICIÓN EN INGLÉS
Esta historia de la teoría política se escribe sobre el supuesto de que las teorías de la política
constituyen una parte de la política misma. En otras palabras, no se refieren a una realidad externa,
sino que se producen como parte normal del medio social en el que la propia política tiene su ser.
La reflexión acerca de los fines de la acción política, de los medios de conseguirlos de las
posibilidades de las situaciones políticas y de las obligaciones impuestas por los propósitos
políticos, constituye un elemento intrínseco de todo el proceso político. Tal pensamiento evoluciona,
junto con las instituciones, los órganos del gobierno, las tensiones morales y físicas a las que se
refiere y a las que- al menos queremos creerlo así-, en cierto grado, controla.
Así concebida, la teoría de la política no alcanza un fin en mayor medida que la política
misma, y su historia no tiene capítulo final. Si existe una meta divina y remota hacia la que se mueve
la historia humana, el autor de este libro no tiene la pretensión de saber cuál sea. Tomada en
conjunto, es difícil poder decir que una teoría política sea verdadera. Contiene entre sus elementos
ciertos juicios empíricos o cálculos de probabilidad que acaso el tiempo demuestre que son
objetivamente acertados o erróneos. Implica también ciertos problemas de compatibilidad lógica,
entre los elementos que trata de combinar. Pero incluye invariablemente valoraciones y
predilecciones, personales o colectivas, que estorban la percepción de los hechos, el cálculo de la
probabilidad y la apreciación de las compatibilidades. Lo más que puede hacer la critica es
mantener estos tres factores todo lo separados que sea posible: impedir que las preferencias
reclamen para sí la inevitabilidad de la lógica o la certidumbre de los hechos.
No cabe suponer que ninguna filosofía política del momento actual pueda separarse, en
mayor medida que las del pasado, de las relaciones en que se encuentra con los problemas, las
valoraciones, los hábitos o incluso los prejuicios de su época. Por lo menos un historiador ha de
evitar el egoísmo que hace que toda generación se crea heredada de todas las épocas. Por otra
parte, no puede hacer profesión de imparcialidad más allá de la confesión de preferencias
conscientes que debe esperarse de todo hombre honrado. En cualquier otro sentido la afirmación
de imparcialidad es superficial o hipócrita.
Un lector tiene derecho, si ello le interesa, a que el historiador confiese sus preferencias
filosóficas. Las del autor concuerdan, en términos generales, con los resultados de la crítica del
derecho natural hecho por Hume, que se exponen en la primera parte del capítulo XXIX. Hasta
donde se le alcanza, es imposible excogitar mediante una operación lógica la verdad de cualquier
alegación de hecho, y ni la lógica ni el hecho implican un valor. En consecuencia, creen que el
intento de fundir estas tres operaciones, ya sea en el idealismo hegeliano o en su variante marxista,
no se hace sino perpetuar una confusión intelectual inherente al sistema del derecho natural. La
sustitución de la creencia en que la razón presenta un conocimiento evidente por sí mismo, por la
que existe un orden de evolución o progreso histórico, reemplazó una idea imposible de comprobar
por otra más difícil de demostrar. En la medida en que exista cosa semejante a la ―necesidad‖
histórica, parece pertenecer al cálculo de probabilidades, y este cálculo, en su aplicación a la
práctica, es por lo general imposible y siempre muy incierto. Por lo que hace a los valores, el autor
estima que son siempre la reacción de la preferencia humana a algún estado de cosas sociales y
físicos; en concreto son